Diana Rosa Pérez Castellanos

Licenciada en Filología y Letras en la Universidad de La Habana. Editora principal de la Empresa Golem Correctores y de la revista Parálisis

    En el Campamento dan diana al amanecer. El Ejército despierta —con la venia del Padre— y antes de hincarse las botas orienta al este el signo de la cruz que anticipa en sus dedos la desidia sudada. En las ventanas hirvientes penden las pasiones votivas. Los pasos se amilanan, a tropezones bailan una danza profana, rumen verdes palabras, inventan feos cuerpos que entregan a la muerte en cópulas dictadas. El Sol en majestad ordena: los hijos en ayuno terminan el ritual y hacia la aldea fraguada marchan sus vidas despedazadas. La Plaza resplandece. Las hogueras humean los huesos de la vigilia y el aire húmedo corrompe el eco de los cantos parricidas. Perfiles ictéricos barren los restos quemados de las voluntades. En los canteros, florecen las angustias que empinan banderas de mar, pureza y sangre — en honor al Dios, Sol Padre. La cumbre se hincha. Esconde su impudor bajo el rudo uniforme de piel de oveja. Consume el néctar de sus hijos y  levanta su altura  antes de cruzar el límite. Abajo todo lo aclama, manadas de tullidos retuercen las carnes — aúllan espasmos. El Dios infunde vida a la masa con discursos insanos y espolvorea su orgullo para sazonar incautos. A mediodía, cuando el calor desafina sobre los techos bajos y abrasa la savia de la última esperanza, la tropa avanza hacia el  campo. Sobre los surcos, los tallos inertes asoman marchitas flores que despiden cenizas cuando manos brutas de piel curtida aprietan los estambres — flácidos de amores. Afanosas obreras — negras esposas de pechos deslucidos— apiñan la cosecha y trenzan coronas  desgarbadas al ritmo de cantaletas  martiriales. La noche se acerca. La señora de los aquelarres asedia las fútiles mentiras con oraciones mágicas. El cielo aplaca la saña de la Santísima Trinidad Marcial cuando — a machetazos— apresura a sus devotos. Humildes los hijos, derraman  libaciones de humores que corren desde sus cabezas trepanadas y endulzan  las ofrendas a héroes inventados. En el templo, las mesas servidas de miserias acogen el hambre que reverencia el manjar que cena el Padre. El sacrificio del día ha terminado. En el Campamento dan toque de queda. El Ejército duerme — con la venia del Padre— antes que la fría y sana  luz de luna fecunde espíritus en los sueños  calcinados. En la Plaza, llorosas, comienzan a arder las hogueras.