Andrés Ramírez
Estudiante de maestría en literatura en la Universidad de Antioquia.
Un livre est un grand cimetière où,
sur la plupart des tombes,
on ne peut plus lire les noms effacés
Marcel Proust
Nous sommes tous obligés,
pour rendre la réalité supportable,
d’entretenir en nous quelques petites
folies
Marcel Proust
Resumen
Este ensayo sugiere realizar una aproximación a la configuración del pensamiento literario de Marcel Proust a la luz de la idea del mal. Se permite rastrear los principales rasgos de la narrativa del escritor francés, de hecho, es posible capturar la ubicación de su universo poético y sus personajes. El tema de la escritura, la decisión y el tiempo, son claves en la incansable elaboración proustiana, que sin duda fracturó la tradición de la literatura y la concepción de la memoria basada principalmente en la interpretación de Proust de George Bataille. Además, este texto desarrolla la pureza del mal como un evento y una experiencia de transparencia bíblica. No hay nada grotesco, ahí no opera el recurso de lo bizarro, sino convertirse en permanente autoaniquilación o lo que es lo mismo, un sacrificio de uno mismo en beneficio de la obra. La palabra transgresora de Proust de que la soberanía responde a una estética del vicio y se sitúa fuera de todo dogma o ley en el exceso de su intensidad.
Palabras claves: Marcel Proust, George Bataille, mal, poesía, soberanía.
Abstract
This essay suggests realize an approximation to the configuration of literary thinking of Marcel Proust in light of the idea of evil. It is allowed to track the main features of the French writer’s narrative, indeed, it is possible to capture the location of his poetic universe and his characters. The subject of writing, decision, and time are key in the tireless Proustian elaboration, which undoubtedly fractured the tradition of literature and the conception of memory-based mainly on George Bataille interpretation of Proust. This essay develops the purity of evil as an event and experience in scriptural transparency. There is nothing grotesque, the resource of the bizarre doesn’t operate there, but becoming in permanent self-annihilation or what is the same, a sacrifice of oneself for the benefit of the work. The transgressing word of Proust that sovereignty responds to an aesthetic of vice and stands outside all dogma or law in the excess of its intensity.
Keywords: Marcel Proust, George Bataille, evil, poetry, soberanity.
I. ¿MARCEL PROUST?
Al iniciar una exploración sobre Marcel Proust, nos encontramos ante lo inabarcable, ante un infinito que se logra en el aplazamiento permanente de la muerte. Podría un estudio académico indagar las biografías de las enciclopedias o las de los especialistas, y ello sería en vano, toda vez que no se comprenda el movimiento que su vida puesta en obra expresa y manifiesta mediante un pensamiento literario de importante consideración.
No basta con repasar los rastreos biográficos de Georges Painter (1992), de Jean-Yves Tadié (1996) o Edmund White (2001), para tener una aproximación al universo proustiano. Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust nació el 10 de julio 1871 y murió de complicaciones respiratorias el 18 de noviembre de 1922; fue escritor, novelista, ensayista y crítico. Su obra maestra es A la recherche du temps perdu (1913-1927), exposición máxima de su pensamiento literario y de su estilo estético cuya injerencia en la filosofía y la teoría del arte tiene las más variadas muestras. Su narrativa se considera introspectiva y onírica lo cual permite expandir los planos habituales del pensamiento y perfilar siempre una reflexión íntima sobre lo humano.
Marcel Proust creció en una familia acomodada francesa, mezclado en círculos cultos y restos de la nobleza que su padre como célebre médico y profesor de medicina y su madre de la elite judía frecuentaban. No pasó mayores necesidades y según parece todo apuntar a que se entregó a su obra literaria de tal manera gracias también a la buena estabilidad económica de su familia. Fue sobreprotegido y frágil de salud desde su nacimiento, tuvo crisis asmáticas desde los 5 años y que terminarían por matarlo, a los 51 años, de una crisis respiratoria fatal. En vida frecuentó salones aristocráticos. Por su elocuencia, simpatía y desenvoltura ganó fama de dandi, lo que le valdría el rechazo de su Du côte de chez Swann por parte de André Gide, cuando pretendiera la publicación en la Nouvelle Revue Française. Cuestión por la cual se arrepentiría luego, al punto de disculparse por aquella desafortunada decisión en algunas cartas tardías.
Proust se dedicó a pulir su estilo y durante más de 20 años no obtuvo ningún gran éxito, habría que esperar hasta 1919 para que ganara el premio Goncourt con À l’ombre des jeunes filles en fleurs. Después de muchos eventos sociales, Proust decide aislarse, consagrando su vida para terminar su obra sin casi ver a nadie. Fue su hermano, Robert Proust reconocido cirujano, quien se ocupó de los manuscritos y se encargó de proyectar su edición y publicación.
Cuando realizamos una lectura atenta de Proust notamos una descripción magistral y limpia de la realidad social francesa del s. XIX; entre sus otras obras notables, además de En busca del tiempo perdido, están Los placeres y los días o Jean Santeuil; escribió artículos de prensa de poco impacto, un buen epistolario y tradujo del inglés al francés algunas obras de John Ruskin. Cuando se quiere visualizar una representación de la época y el universo proustiano es posible recurrir a algunas piezas pictóricas de Gustave Caillebotte.
El joven Marcel fue un destacado estudiante avanzado en el Liceo Condorcet, participó en el servicio militar y obtuvo el título de abogado, aunque se negó a ejercer. Tuvo una escandalosa relación con Lucien Daudet (y al final de sus días estaría acompañado por su amante franco-venezolano Reynaldo Hahn, talentoso pianista y compositor). Desde 1893, fue cercano a Robert Montesquiou, con el cual pudo explorar la mundanidad y la bohemia; así mismo, la comprensión del tiempo de Henri Bergson, para quien la imagen del tiempo es la durée, marcó la concepción de la temporalidad proustiana. Su salud se deterioró cada vez más por causa de su pésima dieta, el exceso de café y el trastorno del sueño.
En la obra de Proust encontramos una especie de impresionismo y simbolismo literario que pretende distinguirse y romper con respecto a la tradición narrativa del realismo y el naturalismo. Párrafos amplios y complejos, referencias atomizadas y una prolongación sucesiva en espiral de forma constante y lenta, hacen de los escritos de Proust una experiencia sensorial completa. Se trata de una particular analepsis, una estructura episódica no lineal que recurre continuamente al flashback para recontextualizar, reflexionar, cambiar de perspectiva o simplemente hacer reminiscencia de una escena.
Debo aceptar que sin haber leído nunca a Proust hasta mis 30 años, fui presa del mismo sentimiento desconfiado de Gide, y para mí Proust resultaba en todo caso una lectura incómodamente snob. Sin embargo, al igual que Gide, he tenido que retractarme. El impacto de la producción literaria de Proust y su creación estética es incalculable, su estilo propició una ruptura histórica en el desarrollo de la literatura y la configuración de la narrativa novelística posterior; y así mismo influyó en la concepción temporal de la imagen poética, la teoría del arte y la filosofía. Esta manera de construir el relato y la ficción será después bien adoptada por el cine, y en general, perfila el horizonte de afección perceptual de la experiencia estética en la época contemporánea.
II. PROUST, LA LITERATURA Y EL MAL
La verdad y la justicia son, en su proporción, la medida de lo humano y su dignidad. Estos elementos propios del pensamiento político moderno los encontramos en la obra de Marcel Proust. Ya en 1900 se manifestaba respecto al caso Dreyfus; expresando sus tendencias socialistas juveniles en Jean Santeuil (texto que solo sería públicado en 1952 de manera póstuma, pero cuya redacción se remonta a 1897). El relato como espacio de imposibles se transforma en la complicidad incondicional con el mal, pues el acto mismo de escribir y leer es ya mórbido, perverso e insensato.
La sevicia inherente a la experiencia literaria es para Bataille, lo que vincula a Proust con otros escritores malignos, pero sobre todo es lo que permite pensar la literatura proustiana en su devenir mismo. Sin embargo, no pasará desapercibido al momento de explorar el espacio proustiano una ingenuidad infame, una indiferencia letal, o una deshonra que termina por convertirse en blasfemia, eso es la narrativa de Proust cuando se capta su espíritu transgresor. Proust escribe de manera divergente con respecto a las leyes convencionales de la narrativa y deviene en un juego incansable de fragmentos e imágenes, en donde poco a poco se expande un espectro literario único. Hay allí una particular y delicada relación entre las prohibiciones y las transgresiones, esa es la paradoja misma de lo humano que se alberga en la obra proustiana, el rosado en contraste con el negro. Afirma Bataille en La literatura y el mal:
Nos burlamos de la contradicción de la guerra y de la universal prohibición que condena el crimen, pero la guerra, lo mismo que la prohibición, es universal. Por todas partes el crimen está cargado de horror y en todas partes los actos de guerra son valerosos. Ocurre lo mismo con la mentira y la injusticia. Es verdad que en algunos lugares las prohibiciones fueron rigurosamente observadas, pero el tímido que jamás se atreve a quebrantar la ley, que vuelve los ojos, es despreciado en todas partes. En la idea de la virilidad se mezcla siempre la imagen del hombre que, dentro de sus límites, a sabiendas, pero sin miedo y sin pensarlo, sabe situarse fuera de las leyes[1].
En la obra literaria de Proust encontramos la palabra transgresora que se sitúa por fuera de la ley, ella adviene y acontece sin más como destellos en un panorama oscuro, una especie de ineptitud resplandece en el momento en que la literatura no toma postura ni moral ni política y entonces su propia neutralidad la llega a sumergir incluso en la indiferencia, acto de soberana maldad. Es allí donde vemos también el factor determinante más considerable del pensamiento literario proustiano pues la soberanía de su lenguaje poético logra, en la enunciación, erigir sobre las ruinas las escenas de simulacros que terminarán por conectarse en la reminiscencia y en la brevedad de la experiencia sensitiva.
Es verdad, al menos una vez en la vida experimentamos el mal. Muchos viven hoy sus vidas malditas e irresueltas destinadas a un fatal y miserable destino de olvido; no obstante, en su banalidad hay resplandores del espíritu soberano, luminosidad del mal. Proust muestra una proyección del proceso de devastación subjetiva característico de la contemporaneidad, el hombre enfermo decae. Ante la multiplicidad de posibilidades es indispensable el coraje en el momento de cada resolución, pues la duda en el acto transgresor es una debilidad; Proust emprende como ningún otro su escritura llevándola al límite de sí misma. Ante la insipidez de la moral tradicional el desdén literario de Proust, cuyas consecuencias son irrevocables e inesperadas.
La única y verdadera moral es la que acontece en la paradoja del juego de la existencia, paradoja vital que sin lugar a dudas genera tanto la prohibición como la transgresión, sin estos momentos (de goce y opulencia) la vida se vuelve estéril; en este mismo sentido entendemos que tanto en Proust como en la vida subyace lo mismo, veamos: “Un juego de enfrentamientos que rebotan está en la base del movimiento alterno de la fidelidad y rebelión, que es la esencia del hombre. Al margen de ese juego nos asfixiamos en la lógica de las leyes”[2].
Hay un movimiento de autodestrucción delicado en el pensamiento literario de Proust, es como si, de algún modo, su obra fuera haciéndose a medida que se desvanece, sosteniéndose en el mal. El enfrentamiento erótico es para Proust un juego interminable de fascinación e imposibilidad que lo sitúa del lado del placer criminal, del más mínimo goce deviene siempre algo pecaminoso. Somos pues en cada caso la consumación de la profanación. Como lo enuncia Bataille: “Posiblemente no existe ninguna persona, por acendrada que sea su virtud, que no pueda verse llevada por la complejidad de las circunstancias a vivir familiarizándose con el vicio que más formalmente condena”[3].
El vicio es para nosotros algo natural que se expresa a través de nuestro cuerpo en una variedad incalculable de formas, pero de ningún modo el vicio resta mérito a la experiencia vital, mucho menos si dispuso de él para realizar una transgresión estética en busca/búsqueda de la soberanía humana.
Bataille encuentra en los personajes de Proust el corazón mismo del mal, en ellos la maldad no está mezclada, en efecto, tenemos delante de nosotros a un artista del mal; hay a lo largo de toda la obra de Proust un intento por penetrar la piel de los malvados y entrar en complicidad, en la intensidad erótica cuyo goce como mencionamos tiene un talante pecaminoso. Es por ello que Bataille afirma: “Lo mismo que el horror es la medida del amor, la sed de Mal es la medida del Bien”[4].
La transparencia de Proust es fascinante, los aspectos parecen complementarse entre sí y de allí emerge toda posibilidad, el mal se reafirma precisamente en el bien. Donde se creía la virtud impoluta brotan signos de vicio, decadencia y desidia. El bien es clave para que el mal sea atractivo, puesto que la densidad pura del mal horroriza y espanta a tal punto que imposibilita la experiencia misma transgresora; se comprenderá que es indispensable ir más allá de la moral, pues se trata de una verdad paradójica. Dice de una forma contundente: “Si la intensidad luminosa del Bien no diera su negrura a la noche del Mal, el Mal dejaría de ser atractivo”[5].
Tiene algo de irritante que lo maligno nos conjure de tal modo, pero es irreparable; es nuestra condición ontológica la experiencia del mal como transgresión, en donde la armonía y el exceso son complemento. Hay un punto siempre donde la muerte entra en juego y la sensibilidad se pone al límite. Por ejemplo, la combinación del rosa con el negro contrasta de tal modo que perceptualmente es una locura, eso sucede en Proust en donde la intensificación de la desdicha se basta de muy pocas satisfacciones. Expresión clara de la tragedia subjetiva contemporánea, en donde seres angustiados y ansiosos deambulan en un mundo espectral y devastado, aunque en ocasiones se disimulen bajo una fachada espectacular de lujo y ostentosidad. En este sentido atina Bataille: “En realidad, el valor de la felicidad está constituido por su rareza. Si fuera fácil, sería desdeñada, asociada, al aburrimiento. La transgresión de la regla es lo único que posee la irresistible atracción que le falta a la felicidad duradera”[6].
Proust es comparable siempre a una tragedia, pero sagazmente hace que el deseo surja en los contrastes, apela a la profundidad de la sensibilidad humana y allí, entre negro y rosa, Proust nos conmueve. Proust dista naturalmente de la transgresión ilimitada de Sade, pues reconoce el sentido moral y con ello atribuye el valor seductor a la acción. Según Bataille: “Proust, más hábil que Sade, ávido de gozar, dejaba al vicio el color odiable del vicio, la condena de la virtud. Pero si fue virtuoso, no lo fue para alcanzar el placer, y si alcanzó el placer fue porque previamente había querido lograr la virtud”[7].
El mal en efecto no es la realización de un bien egoísta, asunto con el cual a menudo se confunde, la paradoja en la que se despliega el mal constituye una reciprocidad, la cual en simultáneo causa un efecto sensorial de gran espesor, pero cuya sucesión se disimula en la indiferencia. Hay un elemento rectificador en esta comprensión del mal, pues ya no se piensa en contraposición del bien, sino como su complemento indispensable; tampoco se trata de una equivalencia que indetermina la moral por completo. Sin duda, la miseria de la humanidad está en su preocupación por el porvenir, esa es su debilidad; todos los pecados encuentran su base en ese futuro anhelado y temido, pero que sobretodo condena a sufrir la avaricia. Así lo plantea Bataille: “La debilidad previsora se opone al principio del goce del instante presente”[8].
Ciertamente, desde la perspectiva tradicional el origen del mal es la preferencia por el goce inmediato; en contra de la moral impuesta por el entendimiento, queda claro que “si prefiero el gozo, detesto la represión”[9]. Esta especie de axioma batailleano nos permite dimensionar las consecuencias de las operaciones soberanas que a menudo arroban al ser humano en su devenir destinal/ destino. La justicia y la implementación de la policía están ligadas a la moral de la avaricia y se instaura como represión mezquina. Bataille pretende así mostrar por medio de Proust que hay también una moral generosa y sensible.
La multitud de las sociedades en su amorfa condición da cabida a pocos momentos de generosidad de cualquier orden; por el contrario, una mentira indiferente se erige como verdad y justicia. De acuerdo con Bataille:
En nosotros siempre la generosidad se opone al impulso de la avaricia como la pasión se opone al cálculo razonado. No podemos confiar ciegamente en la pasión, que abarca también la avaricia, pero la generosidad en cambio supera a la razón y es siempre apasionada. Existe en nosotros algo apasionado, generoso y sagrado, que excede las representaciones de la inteligencia; y por ese exceso es por lo que somos humanos[10].
Un movimiento sagrado despierta en la obra de Proust, a tal punto que no puede soportar la miseria del mundo moderno. Y más allá de la acalorada discusión con Berl, el delirio proustiano nos muestra una verdad. En su enfermo vigor, una violenta pasión desató en Proust un estilo único y fabuloso. La pasión nos aleja del debate político, nos sitúa del lado del mal, del lado del pueblo y no del lado de la policía. En la generosidad hay una coincidencia soberana entre la noche y el resplandor cuya belleza se prolonga en su desaparición, entendamos: “Si al final no coinciden la noche de la cólera y la lucidez de la sabiduría ¿cómo reconocernos en este mundo?”[11].
Nuestra verdad es la paradoja que el mal y el bien sostienen en su dinámica fluida, y nadie mejor que Proust da cuenta de esa paradoja; su obra está plagada de recuerdos difusos que en su interconexión tejen la trama que quizá ningún corazón resista.
III. PROUST Y LA EXPERIENCIA INTERIOR
Es verdad que el pensamiento ateológico de Bataille se reviste de un cierto tono inaccesible, puesto que su exploración experiencial lo exige así. Efectivamente, el pensador francés ha ido hasta lo más profundo de las entrañas de su propio ser para dar cuenta de la condición humana, lamentable en el mayor de los casos. Sin embargo, hay en la experiencia interior también un recobramiento de la soberanía mediante una operación destinal, que no solo acaece de manera repentina sino sobre todo desborda en el exceso el cálculo racional, entregando el cuerpo momentáneamente a la pura delicia del deseo.
Fue una sorpresa encontrar otro ensayo sobre Marcel Proust en la obra de Bataille, pues el particular texto que compone La literatura y el mal, siendo un análisis acertado, no parece corresponder con la extravagancia en sí que introduce la narrativa proustiana. Se trata de una “Digresión sobre la poesía y Marcel Proust” que se encuentra en el apartado VI. Nietzsche de la cuarta parte Post-scriptum al suplicio del complejo documento batailleano La experiencia interior.
En la condición humana la soberanía y la servidumbre se desafían paradójicamente, mientras tanto devienen los eventos inesperados que componen nuestras fragmentarias percepciones de la realidad. Frente a la avaricia de la servidumbre que conduce a la muerte, se encuentra el vértigo y el frenesí de la generosidad soberana que es la vida. En efecto, hay en la intensidad de la literatura de Proust un acto poético radical y espontáneo, un sacrificio en cuyo ritual brotan bellos juegos de palabras.
El uso poético del lenguaje, no solo arranca el carácter instrumental y útil de las palabras, sino que alejándolas de sus determinaciones convencionales y prácticas, las libera y las introduce en un espacio soberano donde advienen como acontecimientos fantasmales, ahí se abre el sentido cósmico del vocablo y la relación que se establece entre la cosa y la idea es, entonces, de desconocimiento y fascinación. La poética es de este modo para Bataille, el tránsito que hace la imagen estética o reflexiva de lo conocido a lo desconocido; sin duda este movimiento es para nuestra razón un deslizamiento abismal.
El pensamiento y el lenguaje en la poesía se exponen a lo impío de su propia esencia: devastación e incertidumbre. Es nuestro pecado querer comprender lo desconocido, pero es aún más ridículo querer imponer la moral del orden conocido a lo desconocido, pues cuando lo desconocido se desata rompe con todo y las consecuencias son funestas en todos los aspectos. La demolición del conocimiento es pues la exigencia de la auténtica posibilidad de la experiencia interior. El arte en general, la literatura, y en especial la de Proust, profundiza en esta senda del no-saber, la cual librándose de la hipertrofia moral de Occidente, condensa en el detalle el sentido cósmico del presente y la esencia gozosa del mal.
Todo proyecto está dado a la medida de su decadencia, habría que llegar en cada caso hasta el fondo y sin avergonzarse en ningún momento, la duda es la muerte. Pero la poesía es, en la condición humana, el deseo de lo imposible palpable en nuestra imaginación. A tal punto la obra proustiana es un estilo oneroso y arrollador que Bataille, la cataloga de este modo: “las modernas Mil y una noches que son los libros de Marcel Proust”[12].
En la oscuridad de lo desconocido naturalmente, la concepción del tiempo cambia, por eso el tiempo de relato proustiano es efectivamente el tiempo perdido y su búsqueda sin rumbo fijo. Según Bataille: “la obra de Proust es un esfuerzo por unir el tiempo, por conocerlo —en otras palabras, en tanto que no es poesía, según el deseo del autor—, me siento lejos de ella”[13].
Solo queda el amor como tiempo sensible del corazón, en donde lo inasible es entregado; y a pesar del suplicio que genera en nosotros aquello que se nos escapa, no podemos tampoco refutar, la emotividad indescriptible que causa en nosotros la proximidad y la complicidad con el ser amado y deseado. No importa cuántas veces haya que morir en el intento, el amor es lo único divino y lo único infinito que nos sostiene. Veamos lo que considera a propósito Bataille: “Ya satisfecho, el deseo moría, dejaba de ser lo desconocido, Proust dejaba de estar alterado por conocer, dejaba de amar”; renglones más adelante se aclara: “Proust imaginó que captaba la miseria definitiva del amor —cuando en verdad no corresponde al amor, sino solo a la posesión”[14].
No puede el amor caer en lo propio, debe ser siempre lo otro; lo que seduce es el misterio, ese desafío que en su tensión atrae y nada resuelve, es juego. Acceso momentáneo a lo infinito, en la donación del cuerpo el espíritu es puesto fuera de sí, en un plano en donde nada puede reconocerse, solo todo simplemente fluye casi de manera determinista, como si todo tuviese que suceder (aunque acepto que esta postura es totalmente rebatible o criticable), se trata más de una sensación, de una relación que enlaza mi ser con el mundo. En una avidez inmemorial el ser humano ha explorado una amplia gama de vías que conducen a esa experiencia interior desbordante, en la cual,
Lo desconocido que en definitiva la vida revela, que el mundo es, se encarna a cada momento en cualquier objeto nuevo. En cada uno de ellos, su parte desconocida le otorga el poder de seducir. Pero lo desconocido (la seducción) se sustrae si quiero poseer, si intento conocer el objeto; mientras que Proust nunca se cansó de querer usar, abusar de los objetos que la vida ofrece. Aun cuando nunca conoció del amor más que los celos imposibles y no la comunicación donde se debilita el sentimiento de sí, donde nos brindamos en el exceso del deseo[15].
Se trata de ver en el amor la verdad de lo desconocido ante lo cual el amante no puede sino ceder e ir cada vez más bajo. No obstante, también se trata de situarse ante lo inaccesible como experiencia sublime del cuerpo y del deseo, una ruptura radical con la voluntad, la identidad y el carácter. El amor hace venir todo abajo, pero en virtud del placer y el goce, en una comunicación febril lo inasible es sufrido en la herida; ahora bien, no podemos experimentar de forma plena lo ausente, es indispensable la presencia como tal, el contacto directo, el contagio sí es necesario (maladie). El amor es maldad pura. El amor es tiempo en estado puro, si se quiere también. Comenta Bataille: “Imagino que la pronunciada avidez de goce de Marcel Proust se ligaba con el hecho de que no podía gozar de un objeto si no tenía su posesión asegurada”[16]. Realmente, cierta indiferencia es seductora pero si se vuelve frívola todo está perdido, la condena es el aislamiento y la angustia terrible de la ausencia.
El placer pertenece a lo incomunicable, solo es posible atravesar por él con la corporalidad y la sensibilidad; no se trata de algo calculado, sino de una indecible voluntad de perderse sin límite en ese estado puro del tiempo. En la fugacidad nuestro cuerpo en modo desatendido se escapa a cualquier aprehensión discursiva; en suma: “La memoria —sobre todo la no voluntaria, no expresamente suscitada— cumplió un papel para orientar la atención de Proust a lo interior que recuerda el del aliento, la atención suspendida que un monje de la India se presta a sí mismo”[17].
En el ambiente proustiano hay una exploración espiritual digna de consideración, pues en la imaginación el estado de pérdida de sí puede llegar a los mismos umbrales, después de todo solo cambiaría la modalidad, no la experiencia. Se trata en cada vez de una experiencia interior pura que instantáneamente aparece en su fulminante inalterabilidad. En la destrucción del discurso, la obra proustiana propicia un universo en el que todo deviene en el olvido y la imposibilidad.
La memoria es en nosotros tiempo borroso, lo fugaz permanece como tal, y en su ausencia un débil espectro apenas queda en nosotros, los deleites que brotan del ser presente se reducen a meros reflejos centelleantes que sin embargo adquieren un incalculable valor. La memoria es lo presente sin actualidad, escapa al proyecto egoísta y supone una apertura en la subjetividad para captar una imagen recreada de otro tiempo, esto es, situándose fuera del tiempo en el lugar de una íntima comunicación. En el ámbito de estas impresiones el conocimiento racional queda completamente inhabilitado, las cosas allí pues no hay que entenderlas, porque al hacerlo se reducirían a nada.
El deseo y la maldad se nutren a menudo de la memoria, pero la memoria es deseo puro y real, un secreto que nunca podrá ser revelado se insinúa en cada reminiscencia proustiana, como si su imagen poética de la mujer portara en sí ese anhelado enigma, dice Bataille: “Lo deseable que tendría una mujer, lo dice de veinte maneras distintas, era para Proust lo desconocido que había en ella”[18]. Se trata de la momentánea captación de lo que por esencia se sustrae, percepción de gesticulaciones espectrales apasionadas e ingenuas, ficción de la vida misma en su más intensa ilusión.
En Proust el deseo toma la forma de una secuencia variable de impresiones que se entrecruzan de algún modo, pero cuya inmediatez en cada caso traslada a la experiencia corporal, bloquea toda moral y rapta el pensamiento en la fuga de lo inesperado. Específicamente, dirá Bataille de la obra de Proust: “Lo que la obra intenta traducir es nada menos que los instantes de felicidad, el inagotable sufrimiento del amor”[19]. La paradoja del amor toma forma en la literatura proustiana, y allí las figuras de sus personajes se patentizan como víctimas del tiempo, indiferente y devastador. Jóvenes arruinados por la ansiedad y el desencanto, carcomidos por un terrible tiempo y caprichosos estragos.
En la obra proustiana hay una simpatía con el mal gozoso, su acto poético responde a la exigencia dada, entendamos: “La poesía no es más que un estrago reparador. Devuelve al tiempo que corroe lo que le arrebata un estupor vanidoso, disipa las máscaras de un mundo ordenado”[20]. Una vez trasgredida la fachada convencional del orden social, acaece el tiempo que deshace; allí donde lo desconocido es la condición del éxtasis. En este estado alterado de conciencia ninguna indagación es posible, por tanto en la reminiscencia proustiana ninguna voluntad de poseer se erige, puesto que nadie hay que retenga la imagen, es lo efímero que adviene y trae una extraña felicidad.
Lo anómalo de la escritura proustiana es sin duda su estilo, el desarrollo infinito del rumor y las prolongaciones aparentemente innecesarias que terminan por ser justamente el contenido deleitoso de su fluidez narrativa, como si su lenguaje se fuera evanesciendo a la vez que sucede. La reminiscencia como acto poético es de esta manera una posibilidad singular de la experiencia interior ya que realiza un restablecimiento fugaz en la imagen sensorial de un evento percibido, para Bataille: “En verdad, las reminiscencias están tan cerca de la poesía que el mismo autor las une en su expresión, que no habría podido dejar de proponerlas como principio”[21]. La reminiscencia proustiana no pretende poseer ni mucho menos dominar la experiencia sensorial, es más bien una especie de rezago, una especie de momentánea intensidad en donde lo irretenible se repite y en esa tensión mantiene el deseo.
En la experiencia interior las imágenes sensoriales restablecen mediante mutuo sacrificio la relación sujeto y objeto; y fuera de lo calculable la soberanía de la vida es gozada con deleite, al menos así sucede en Proust. No obstante, las reminiscencias no son para nada certidumbres, ellas parecen a momentos veleidades inconfesables que preferiríamos no nos sobrevinieran. Tanto la imagen poética como la reminiscencia, se aferran a la consistencia real del objeto para su evocación pero con ello solo lo conjuran, hacen de las trizas algo y ese destello es un resplandor único cuya experiencia podría ya bastar, aunque como asegura Bataille, con una cruda sensatez: “Se relacionará el ámbito de las imágenes con el de la experiencia interior, aunque entendida como ya lo dije, la experiencia lo cuestiona todo, con lo cual alcanza el menos irreal de diversos objetos”[22].
Lenguaje maldito, descanto y desdicha de quien escribe: saber que cada palabra es vana, que nada importa la voz, saber que no hay más que ruinas, devastación y desespero. La imagen en Proust se fusiona con la reminiscencia para poéticamente intentar no dejar ir lo que se va, es por ello que la literatura proustiana fracasa desde el comienzo pues es complejo retener con una mano lo que se suelta con la otra. El horizonte de perdida en la literatura parece no terminar, sino que por el contrario se prolonga indiferentemente. Abstenerse del acto poético es huir de lo posible hacia un tiempo equívoco, he ahí el dilema, por ejemplo, entre si admirar o no la decisión de Rimbaud al abdicar de la poesía.
Escribir implica de suyo la mala conciencia, es un acto sucio y goloso. El error siempre viene cuando se pretende establecer un compromiso entre el plano estético y el plano de lo social, puesto que el mundo de la literatura discrepa tajantemente con el mundo del orden social, tanto en sus valores como en sus devenires. El caso de acoso a Rimbaud pasó sin mayor reparo porque la estructura social disimuló poéticamente aquello, pero poéticamente explota lo grosero y grotesco para explorar sensaciones y sensibilidades inenarrables. En Proust, en cambio, una especie de refinamiento permanente va depurando las situaciones hasta llevarlas a límites insoportables. En ambos casos se trata de caminos infernales, aniquilación bella en la que el paraíso es gozado. Pero es Bataille el que nos define con mayor precisión la experiencia interior en la dinámica proustiana:
Si quise hablar extensamente de Marcel Proust, fue porque tuvo una experiencia interior quizá limitada (aunque sin embargo muy atractiva por la mezcla de tanta frivolidad, tanta despreocupación feliz), pero desprovista de obstáculos dogmáticos. Agregaría la amistad por su manera de olvidar, de sufrir, un sentimiento de complicidad soberana. Y además, el movimiento poético de su obra, cualquiera fuera su invalidez, emprende el camino donde la poesía llega al “extremo”[23].
La poesía es un acto sacrificial que renueva, siempre va de lo conocido a lo desconocido, sosteniéndose en un horizonte de eventos posibles. El deseo exige en su necesidad ir cada vez más lejos. El sacrificio del sujeto sucede en virtud de una experiencia vital sin avaricia. El acto poético acaece por fuera del tesoro literario universal, la gloria tiene siempre el fondo fangoso del desastre; ciertamente, la literatura es la expiación del mal y puede llegar a ensombrecerlo todo. La poesía no es pues el acto creativo del genio, sino el advenimiento inconmensurable de la diferencia en el interior mismo, la experiencia sensible de la propia maldad. Somos poesía, por decirlo de manera sublime, y a la vez, mordaz.
El genio poético difiere del don verbal, dista así del discurso racional, y aunque conserva en su estructura interna cierta lógica, después de todo es un lenguaje que siempre deviene enigma. Leer literatura, y en especial, leer a Marcel Proust, es adivinar las ruinas secretamente, con una complicidad tan pasional como criminal, e incluso un sentimiento oscuro y fatal. La muerte se vuelve el negro muro contra el cual el lenguaje esgrime todos sus despliegues. En el fondo el asunto es bastante patético, y no obstante, fundamental, esencial.
El acto poético es como un simulacro de la destrucción definitiva que entraña la muerte. En ese sentido, entendemos que no solo es una banalidad, sino que se trata de un ejercicio espiritual necesario en la condición humana. El sinsentido permanente y cada vez más apremiante de la experiencia existencial contemporánea exige hallar vías de exteriorización estética de la violencia que sean menos dolorosas y quizá más gozosas. Un transeúnte habitual queda horrorizado ante los estragos de la industrialización urbana, pero queda igual de espantado ante el horror de un bosque tropical en la noche, en ambos casos un vértigo estrepitoso e incomprensible atrae y fascina. El pecado, lo oscuro, lo oculto, los amantes, el secreto, todo confluye hasta desencadenar el destino justo.
Lenguaje tenebroso que se nutre de devenires eróticos, excitantes, más allá de lo sexual, el terror mismo del frenesí del otro. La búsqueda viciosa y desenfrenada de nuevas sensaciones puede llevar al sujeto a lo más bajo, su reacción ante lo que acontece puede ser caótica e ir de aquí para allá sin determinantes concretos. Un instinto ciego guía hacia ningún lugar al agente de la experiencia poética y esto lo aísla por completo; es en esta soledad donde reinicia la posibilidad del mundo en donde todo destino ya está marchito y en el cual siempre toca superar alguna angustia. En la transparencia de la experiencia literaria de Proust nos topamos ante fuerzas del espíritu que mueven el cuerpo.
Pareciera que la pena fuera matando poco a poco lo que queda en nosotros de bondad, y el mal invade cada una de nuestras ideas como si lo terrible quisiera ser lo trivial. El corazón sordo explora los sufrimientos de otros pero ello no lo previene de su propia experiencia, es como si en una convergencia de fuerzas se sincronizaran dos universos. En este juego cosmonauta el lector y el escritor son cómplices de una verdad terrible y consumadora; y ello también les otorga el placer único e intransferible del texto, tal es la dinámica proustiana. La búsqueda del tiempo perdido es el quebranto y la pena en donde se disgrega la corporalidad y materialidad de la realidad, si bien no fue enteramente por su poética, esta jugó un relevante papel en esa caída.
Proust escribió en su lecho de muerte, y tal vez por ello: “El mismo autor quiso que lo adivináramos muriéndose con cada línea un poco más”[24]; su estilo semeja una hermosa escultura de amantes en mármol blanco que se posa sobre las frívolas tumbas a las que estamos condenados: vanidad mortal, decoración perfecta, juego seductor y anhelo impío.
Notas
[1] George Bataille, La literatura y el mal (Barcelona: El Aleph Editores, 2000), 187.
[2] Bataille, La literatura y el mal, 2000, 190.
[3] Bataille, 2000, 193.
[4] Bataille, 2000, 195.
[5] Bataille, 2000, 195.
[6] Bataille, 2000, 196.
[7] Bataille, 2000, 197.
[8] Bataille, 2000, 198.
[9] Bataille, 2000, 198.
[10] Bataille, 2000, 199
[11] Bataille, 2000, 201.
[12] George Bataille, La experiencia interior, Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2016, 169.
[13] Bataille, La experiencia interior, 2016, 170.
[14] Bataille, 2016, 170.
[15] Bataille, 2016, 171.
[16] Bataille, 2016, 172.
[17] Bataille, 2016, 173.
[18] Bataille, 2016, 175.
[19] Bataille, 2016, 178.
[20] Bataille, 2016, 179.
[21]Bataille, 2016, 180.
[22] Bataille, 2016, 180.
[23] Bataille, 2016, 182.
[24] Bataille, 2016, 185.
Referencias
Barthes, Roland. El grado cero de la escritura y nuevos ensayos críticos. Buenos Aires: S.XXI editores, 2011.
Bataille, George. La literatura y el mal. Madrid: Taurus, 1959.
—–. La Littérature et le mal. Paris: Gallimard,1987.
—–. La literatura y el mal. Barcelona: El Aleph Editores, 2000.
—–. La experiencia interior. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2016.
Benjamin, Walter. Una imagen de Proust en Iluminaciones. Madrid: Taurus, 1999.
Benjamin, Walter. “Para una imagen de Proust.” En Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos. Caracas: Monte Ávila,1970.
Blanchot, Maurice. El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila, 1969.
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White, Edmund. Proust. Barcelona: Mondadori, 2001.