Carlos Rivero

Estudiante de doctorado en Filosofía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

   Círculos, rombos expansivos, rígidas cornamentas como árboles marchitos, arabescos grabados en caracolas de humo, moscas electrificadas, finísimas florescencias. La noche se ha estriado en relámpagos y yo tengo la sangre maldita. Tiempo: he pasado mucho frotando mis ojos. ¿Puedes ver los súbitos mapas que en la tenue lasitud del cristalino se alinean? No importa: la noche se ha alfombrado en humedades y yo tengo la sangre podrida. Antaño deploraste el lirismo del desierto y la orfandad de los ecos, antaño las caprichosas formas de lo irrepetible. ¿Qué secreto se esconde en ese miedo patético al caos? La revelación aguarda más allá de las simetrías, más allá del orden tranquilizante de las cosas.

 Hartarse ha sabido las estrellas de temblar en los charcos. De lo extraño hemos visto nacer el magnético abismo del asombro, y del orden, el postergado pánico a la libertad. Un corset de arterias retiene el hedor de mi sangre y la noche tiene una imaginación furiosa. ¡Tanto invoca la belleza en el altar de fuego que arremolina lo profano y lo sagrado! ¡Tanto el deseo en los graves sudarios del deseo! La maravilla es inmune a la estampida de mis muertos y al olvido que borrará sus rostros.
   Por eso canto al filo de los límites humanos y al tiempo conjetural del subjuntivo. Canto a mi mala sangre que fermenta soledades. Canto a sus venas que unen la distancia más larga del universo: el punto que va de uno a uno mismo. La poesía abrevará la creencia de que por comunicarnos estaremos menos solos.  ¿Dónde puede esconderse un poema sino en la poesía? ¿Dónde una chispa de luz sino en una luz más poderosa?