Gerardo Córdoba Ospina

Doctor (c) en Filosofía Contemporánea en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

“Buscaba yo el origen del mal, pero buscábale mal,
y ni aun veía el mal que había en el mismo modo de buscarle”
San Agustín. Confesiones, VII, 5, p. 273.

RESUMEN

El presente texto pretende esbozar algunas consideraciones sobre el mal y el castigo desde una ontología modal. Para ello se presenta en un primer momento una posibilidad y una discusión sobre lo que posiblemente sería una ontología modal, desde los planteamientos de Giorgio Agamben. En un segundo momento se presenta una caracterización del mal y algunos modos de darse. Por último, se considera el castigo como modo del mal, en cuanto relación de un ir en contra, esbozado como modo del mal.

Palabras claves: Mal, Castigo, Ontología modal, Giorgio Agamben.

ABSTRACT

This paper tries to outline some regards about evil and punishment from a modal ontology. In order to this, it shows at first time a posibility

and a discussion about waht possibly would be a modal ontology, according to Gorgio Agamben’s thinking. In a second moment it will shows a characterization of the evil and some modes of giving it. As a last moment, the paper considers the punishment as a mode of the evil, as going against, it outlined as a mode of evil.

Keywords: Evil, Punishment, Modal Ontology, Giorgio Agamben.

INTRODUCCIÓN

El presente texto tiene como objetivo esbozar una serie de consideraciones en torno al mal y al castigo desde una perspectiva modal. Esto último indica que se tomará como punto de apoyo una consideración que pueda permitir una reflexión sobre los términos antes mencionados con respecto a un planteamiento existencial, y singular, en el que el mal pueda pensarse desde una referencia de la existencia a sí misma. En esta última perspectiva se usarán aquí los términos “ontología modal”. Explícitamente, esta “ontología modal” la ha esbozado el filósofo italiano Giorgio Agamben, pensando una “posibilidad” de la ontología que intente “superar” (expresión nuestra) el abismo entre sustancia o esencia y existencia. Sin embargo, esta perspectiva ya había sido abierta en cierto sentido por otros filósofos (Kierkegaard, Heidegger, Nancy), en cuanto han considerado que la esencia del hombre es la existencia. No es nuestro asunto presentar aquí todo el despliegue de la propuesta de Agamben, solamente expondremos sus principales matices. Se enunciará un punto que parece de crucial importancia para poder avanzar en el tema que aquí se ha anunciado: mal y castigo. Es decir, partiremos de una breve consideración sobre la “ontología modal”, para hacer, luego, ciertas “anotaciones” sobre el mal y el castigo en su relación, considerando otros conceptos, como el de “ley”, en su entrecruzamiento.

   I.        ONTOLOGÍA MODAL

Giorgio Agamben encuentra[1] que en la discusión escolástica-medieval (pero que rige la metafísica y el pensamiento occidental), hay un esfuerzo por considerar el problema de cómo la esencia de las cosas se relaciona con su existencia. Es decir, si se piensa la esencia como una sustancia universal y absoluta, entonces cómo es posible que la cosa existente que participa de dicha sustancia se presente en el ámbito de lo particular. La respuesta, a grandes rasgos, expuesta por Agamben (exponiendo a Scoto, Suarez, Leibniz) es que la esencia y la existencia tienen un vínculo (Leibniz) que será (el cuerpo) que comunica o vincula la cosa participante con aquello de lo que participa. En este sentido, Leibniz ha sido el máximo exponente, aunque no por ello el único, en presentar de manera magistral una conexión de ambas cosas de manera más sensata, según Agamben. Sin embargo, Agamben recuerda que Duns Scoto había pensado el sentido de dicho vínculo y la singularidad del existente como una hecceidad. No obstante, lo que reconoce Agamben en la discusión es que el sentido del vínculo había sido pensado manteniendo en separación la esencia y la existencia. El problema particular es entonces que la ontología clásica presenta la esencia y la existencia como dos cosas que sí interactúan, pero asumiendo que aquella sería el origen de esta, sin ser modificada. Pero hay un vínculo entre ambas.

Es decir, siguiendo un ejemplo que pone Leibniz, citado por Agamben, desde el pensamiento matemático de aquel, la línea es una sucesión de puntos, sin embargo hay un vínculo que se presenta entre estos (mónadas) para que la línea pueda ser en cuanto línea existente. En otras palabras, hay un vínculo entre la corporalidad de los agentes individuales (mónadas) y la esencia, para que pueda haber existencia[2]. O en otro ejemplo, caro a la escolástica, la caballeidad del caballo existe en cuanto tal como singularidad, la esencia se singulariza en el ente particular. Asimismo puede considerarse el ejemplo o caso del hombre (como en las discusiones clásicas), en el que el hombre “Juan”, por ejemplo, solo es una forma o modo o singularidad de la esencia “hombre”. Esto lleva a pensar que la esencia o sustancia[3] de la cosa existe en su ser singular, pero deja abierta la pregunta de si la existencia singular afecta en algún respecto a la esencia. Es decir, la relación del ente con su esencia sigue estando mediada por un abismo inquebrantable. Si el hombre “Juan” es un ejemplar del género o esencia “hombre”, lo que sucede a “Juan” no afecta a la esencia “hombre”, sino que solo afecta al modo de vida del hombre particular, “Juan”.

En este horizonte es que se presenta la problemática acerca de la conexión. Para la escolástica, Leibniz (y otros), en cierta medida, no hay una afectación de la esencia de la cosa, sino que más bien hay que pensar que la existencia es un modo de la esencia. Es decir, la singularidad del ente, cuyo ser esencial es universal, solo es un modo en el que la esencia se expresa; por lo cual, siendo expresión y modo, no hay afectación ni trasformación de la esencia o de la entidad del ente, en cualquier caso de la quididad.

En cierta medida, el problema se agudiza porque la escolástica pensaba que los modos no son entes reales. Por ejemplo, si una cosa se da en el modo del estar sano, el estar sano no es un ente. El estar sano del hombre particular, por ejemplo, no es un ente en sí mismo, sino que es un modo de la existencia del particular. El existente, en cierta medida, ya media entre la esencia y el modo, en lugar de ser lo contrario, que se presenta como posibilidad de la solución del problema. Podría decirse entonces que habría una derivación de los modos desde la esencia: la esencia “hombre” deriva una existencia particular (es un modo de la esencia) y esta existencia particular tiene modos de ser (p. ej., sana o enferma, buena o mala).

Hay que considerar que esta discusión tiene de trasfondo el pensamiento de la sustancia primera o del sumo ente que genera todo ente (Dios) y la cerrazón de los elementos (mónadas); sentidos que tienen una especial referencia, en cualquier caso a la filosofía platónico-aristotélica (sentido que Agamben no plantea).

Ahora bien, lo que se presenta entonces en la discusión es que hay un abismo entre esencia y existencia, en cuanto la esencia es universal (y productora), mientras que la existencia es particular (y producida o derivada). La dificultad para salvar este abismo será la instauración de otro, en la relación ser y modos de ser. Para Agamben, quien “soluciona” este problema, por no decir salta este abismo, es Spinoza. En la medida en que: “La tesis ontológica radical de Spinoza es conocida: ‘nada hay excepto sustancias y modos’ [praeter substantias et modos nihil datur] (Etica, I, prop. XV, dem.)”[4]. En este sentido, Agamben cree reconocer en Spinoza una diferencia radical con la tradición. Para él, Spinoza lleva la diferencia a sus mínimas consecuencias, para reparar el abismo entre ambas cosas. Más adelante dice Agamben: “Spinoza elige verosímilmente el término ‘modo’ porque este, sin significar simplemente una diferencia de razón, implicaba la menor diferencia posible respecto de la sustancia. Los modos están en la sustancia, están en Dios [quod omnia in Deo sint (Ética, I, apéndice)]”[5]. Así, si los modos están en Dios, esto lleva a pensar que no hay, por un lado, sustancia y, por otro lado, modo, sino que más bien todo modo era de una sustancia. En cierta medida, aquí entra el sentido ya no de la esencia como una cosa alejada del modo, sino en interacción con la sustancia. La diferencia entre sustancia y esencia no la trataremos más que como una especie de sinonimia.

Así, Agamben considera que Spinoza intenta relacionar el sentido de la expresión de la esencia en cuanto tal, en la medida en que el modo no solo es un sentido referido o relativo de la sustancia, sino que se presentará en relación con su propio modo de expresarse, puesto que el modo se constituiría como la “menor diferencia” con respecto a la sustancia. Así, en la ontología inmanente (o panteísmo) de Spinoza, en la que se piensa a Dios como un ente infinito con infinitos atributos, pero cuyos modos existentes se dan en cada caso en relación con su expresión, el sentido del modo se presentará en relación con la expresión, pero no como meramente formal[6], sino como su posible correspondencia existencial en la cual se da la misma esencia o sustancia a su realidad. En este sentido, Agamben dice que “Divino no es el ser en sí, sino su sive, su ya siempre ‘modificarse’ y ‘naturalizarse’ -nacer- en los modos.”[7].

Lo que propone Agamben es una ontología modal, la cual no desarrolla por completo, pero que no busca pensar el “vínculo” del modo con la esencia o la sustancia, sino más bien la forma en la que el existente, en cuanto no es nada más que sus modos, padece estos en relación con su propia existencia (que en cualquier caso sería su esencia).

Esto no significa que para Agamben haya un sentido de la discusión con respecto a Dios (únicamente), sino que la problemática está en relación con el problema del ser y el ente. Si ha retomado el problema de Dios como sustancia en Spinoza, esto quiere decir que lo hace para reducir el planteamiento de Spinoza, para presentarlo en otro panorama, el de su propio horizonte. Es decir, el objetivo de Agamben no será pensar una relación entre Dios y cosa, sino que se remite a la tradición para pensar el sentido de una posible ontología modal, que parece apenas indicar. Así, para considerar el objetivo de Agamben, hay que pensar que no se trata de una sustancia (Dios) o una esencia (hombre en general) y un existente en cuanto modo particular; sino que más bien pretende plantear que, como en Spinoza, la relación de estos (sustancia, esencia y modo o existencia) se da en el existente mismo, no siendo más que sus modos. Por ejemplo, el hombre “sano” no sería solo un particular “sano”, sino que se presenta como su propio modo de ser, puesto que afecta, el estar sano o no, su propia existencia; depende de este modo para existir.

Ahora bien, lo que permite un pensamiento modal ontológico es que, sea en el sentido de una mínima diferencia o una diferencia temática, los modos y la esencia no están absolutamente separados, sino más bien que la correspondencia de ambos se entrelaza, en la medida en que el modo de expresión (Spinoza) es la relación misma entre los entes, entre la multiplicidad dada. Así, llevándolo a lo que aquí nos ocupa (y dejando a Agamben), habrá que decir entonces que la esencia, en el caso, por el ejemplo, del hombre, en cuanto es su existencia, es ya en sí misma modal. Es decir, el hombre, singular (aunque también generalmente) no es más que sus modos (de expresión, diciéndolo con Spinoza) en los cuales se da. Pero a ¿qué se da? o ¿los modos son modos para nada? Se va tejiendo entonces nuestra problemática.

Consideramos que esta relación de modos en el existente (hombre) permite pensar que los modos de darse del existente son llevados por los propios modos en que el modo se daría. Es decir, no solo hay, por ejemplo, un modo de existir, y del cual depende la existencia, sino que hay un “modo del modo” que catalogaría o caracterizaría el modo de forma aún más determinada. Por ejemplo, no solo hay un modo “sano”, sino que el modo sano de la existencia particular de x hombre se da en tal o cual forma, de la que, en cualquier caso depende su propia existencia. El problema de una ontología modal será pensar entonces que ese “modo del modo” o “modo de existencia” o “modo” (sin más) solo puede darse a sí mismo como una posibilidad relacionada con otras, con otros modos. Esto es claro, ya que un hombre sano, por ejemplo, no se presenta así sin más, y si así fuese el tiempo le corroería, es decir, tiene que cuidar de ello. Es decir, es necesario que ese modo se relacione con otros en un “transcurrir” del tiempo, para que pueda sostenerse como tal, aumente en grado o decrezca.

Ahora bien, hemos planteado esta problemática para considerar no el ser sano del hombre, sino como consideraba nuestro título, el mal y el castigo. Tuvimos que esbozar primeramente el asunto de la “ontología modal” para poder dar cuenta, con ayuda de la tradición, del problema del mal, pues este no solo se presenta como una sustancia o esencia contrapuesta a otras, sino que se ha pensado como un modo del existente. Así, preguntamos ¿si el existente es sus propios modos, si su esencia son los modos, entonces cómo interactúa esto con la posibilidad de pensar lo que el mal sea? ¿Se podría pensar “el” mal? O más bien ¿habría que pensar su modo de darse y quizá sus “modos de modo”? Hacia esto nos dirigimos.

 II.        MAL

Si se echa un vistazo general (como hace Ricoeur y Safranski) sobre el mal, lo que sale a flote en un primer momento es que este ha sido pensado en la historia de la filosofía con respecto a varias referencias. Por un lado, lo que se da es la siguiente problemática, resumida, y para la cual nos servirá lo esbozado anteriormente. Se piensa 1) que el mal tiene un sentido por sí mismo, es decir, es una sustancia (Empédocles, maniqueísmo, etc.) o se piensa 2) que el mal no tiene esencia, es decir, es en sí mismo nada, a no ser con respecto a la concepción de un carácter de la libertad. En este sentido, hay una referencia explícita a San Agustín (Ricoeur y Safranski), ya que este ha enfrentado de modo magistral el problema con respecto a los dos sentidos. Retomaremos aquí algunas reflexiones de Agustín, a modo de inicio de la consideración. La reflexión de Agustín “empieza”, en las Confesiones, de la siguiente manera:

“¿dónde está el mal y de dónde y por qué parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y nos guardamos de lo que no existe? Y si tememos vanamente, el mismo temor es ya ciertamente un mal que atormenta y despedaza sin motivo nuestro corazón, y tanto más grave cuanto que, no habiendo de qué temer, tememos”[8].

Las preguntas planteadas por el sacerdote no son del todo nuevas (cfr. Platón), sin embargo hay que considerar que establece el pensamiento para la escolástica, la modernidad y, tal vez, gran parte de la modernidad tardía y la pos-modernidad, en cuanto pregunta por el lugar, la función, el origen y el fruto del mal[9]. Pregunta por sus modos de darse. Nos interesa decir que la consideración agustiniana descartará el problema del origen del mal como una cosa en sí misma creada por Dios. Si bien no se hablará aquí del sentido teológico del problema del origen del mal, hay que considerar que para Agustín este se presenta en relación directa con la no-correspondencia de aquello anterior, es decir no depende de una cosa en sí misma que sea el origen del mal antes de existir la cosa creada, sino que, más bien, el mal viene con la voluntad y el libre albedrío. Así, Agustín dice:

“Luego las [cosas creadas] que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas. Luego cualesquiera que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un bien, y esto había de ser sustancia incorruptible —gran bien ciertamente— o sustancia corruptible, la cual, si no fuese buena, no podría corromperse”[10].

Con esto se deja ver la problemática del sentido del mal para la tradición occidental-cristiana. El mal para Agustín es corrupción del ser, es un modo en el que se daría el movimiento del ente o del hombre, pero por su misma tendencia al no ser, a la corrupción. Primero, el mal es una privación; segundo, no es una cosa en sí; tercero, no es una sustancia, pues las sustancias son buenas; cuarto, el mal no tiene un origen en sí mismo. Agustín piensa que el mal, al no tener origen en sí mismo, es más bien una corrupción de lo creado, de lo bueno, bello y verdadero[11]. En este sentido no está alejado de la concepción del mal existencial de Jean-Luc Nancy[12], puesto que este último piensa que el mal sería una pérdida o afectación. Ahora bien, no hay que unificar la consideración del mal como corrupción, privación, carencia o deficiencia. Más bien esta permite dos formas desde la concepción doctrinal. El “mal formal” y el “mal material”.

“1) Mal formal: es aquello por lo que la cosa es mala o se considera como mala; 2) Mal material: es la misma cosa en la que está el mal, o la privación”[13]. En cierta medida, tanto la primera como la segunda son modos del mal, es decir formas de darse en el existente, pero en tanto no hay un mal en sí del que provengan; son en el mismo existente. Estas dos forman admiten el “mal físico” y el “mal moral”: “mal de pena y mal de culpa”. En esta división, la consideración fundamental es pensar la diferencia que hace Agustín, clásica, ya aludida cuando se mencionó la discusión planteada por Agamben, entre la sustancia o esencia y el modo. En cierta medida, la tradición tenderá a considerar esta última en su respecto formal, por lo cual hay una derivación hacia la moral. Ahora bien, el pensamiento de que hay un mal formal y otro material, tiene que aclararse, en cuanto al modo[14]. Mal solo hay en la medida en que es modo, en que es formal siempre y en cada caso, desde una visión de la filosofía tradicional (incluso hasta en Nancy o Adorno), ya que no hay algo absolutamente malvado.  

Consideramos entonces que el planteamiento fundamental es que el mal no es una sustancia ni una esencia (tomando los términos en cierta sinonimia). Denominamos a un mal de tal tipo, mal metafísico. No solo por ser pensado como algo más allá del ente, de la existencia, sino también porque corresponde con la imposibilidad de ser pensado de tal manera en el planteamiento metafísico. Digámoslos ahora en términos escolásticos, que no dejan de ser en cierta medida aristotélicos, como ejercicio del decir.

Si se piensa en el mal como metafísico o existente por sí, habría que pensarlo como un género imperfecto entre los géneros superiores (ser, unidad, movimiento, etc.), pero esto se ha pensado más bien como la nada. Ya que al ser absoluto, perfecto, no se le ha opuesto el mal, sino más bien el no-ser absoluto (nada), entonces habría que pensar que el mal no es no-ser absoluto (mal metafísico), sino algo relativo. Así sería un absoluto relativo opuesto al ente. Pero esto llevaría a afirmar que el mal como no-ser relativo (en la medida en que no-ser relativo “es” un ente creado, finito) es un no-ente creado o finito.

Sin embargo, ¿cómo entender entonces el mal en cuanto un no-ente finito? No se puede entender en sí, como sí se puede entender el ser relativo (ente finito creado), ya que se trataría de un ente que sería no siendo en cuanto relativo no-ser, lo cual parece ser una contradicción (en el sentido ontológico tradicional), en la medida en que lo relativo presupondría un sentido de la relación entre los entes finitos, pero este no-ente no podría relacionarse. Además, no puede ser un ente en y por sí mismo, en cuanto relativo o modo. A no ser que a un ente finito relativo lo efectuase o lo agenciase (Deleuze) algún ente finito (lo cual plantearía la cuestión, para nosotros importante, de que solo hay entes finitos relativos, aunque referidos al ser, en tanto relativo finito-múltiple), o más bien en cuanto el agenciamiento se efectuase como modo de ser de un existente finito.

Pero si el mal como no-ser relativo precisa ser agenciado, entonces o 1) sería el que agencia superior a lo agenciado o productor de este; o 2) el mal como no-ser relativo tendría que presuponerse antes de todo agente, lo cual le llevaría a no ser un no-ser relativo, sino más bien un ser por sí, es decir, un ser absoluto, aunque en su forma negativa, es decir como nada.

Por ello la propuesta 1 parece la indicada, lo cual lleva a pensar que el agente produce el no-ser relativo, en la medida en que no siendo, aunque relativamente siendo, se presentará como producto del ser-relativo (ente finito creado, en Agustín) en la medida de una creación de segundo orden (como en Platón), por lo cual se presenta el sentido de una deficiencia de ente.

Sin embargo, no se produce ningún ente (en cuanto no-ser-relativo), sino que se producen sus modos de darse, los cuales podemos catalogar como mal sobre, en, para y contra un ser-relativo finito. En cierta medida, lo que produce, desde el ámbito del pensar patrístico-escolástico, sería una deficiencia. Si bien la tendencia era pensar que el hombre al tender al mal o, mejor dicho, al obrar mal, tendía a la deficiencia de ser, no se pensaba la producción de mal, en cuanto modo del ser relativo finito. Podría pensarse empero la relación de modo en cuanto producción sobre (algo o alguien), en (cuerpo, psyqué, moral), para (fin malvado o producción de daño, que acarrea el fin que justifica los medios o viceversa), contra los lineamientos del cuerpo o de la moral o de la psyqué (contra la ley). Sobre estos puntos volveremos.

En este sentido, hay que pensar que la ontología entitativa, clásica, metafísica, se vería adjudicada a pensar un ser-relativo producido, pero que no es la existencia de una sustancia, sino más bien un modo de ser de la sustancia. Pero este modo había sido pensado como aquello que podía afectar existentes, en cuanto

“el mal no es simple negación. El mal es corrupción; pero sólo se corrompe lo que existe, y todo lo que existe es bueno, aunque no absolutamente. De suerte que lo bueno no es tampoco absolutamente no bueno. Se trata entonces, de un mal relativo y de un bien relativo. Y por esto está sujeto a corrupción: ya que es lo relativo lo corruptible. Lo absoluto es inmutable. Lo finito y lo creado indican una limitación en el ser: esa limitación es la negación del ser absoluto: porque si las criaturas tuvieran el ser absoluto, se identificarían con Dios y no habría ya creación, sino un solo ser”[15].

Sin embargo, lo que nos interesa pensar aquí es que el mal no es corrupción de lo bueno, puesto que no se trata de pensar la creación de Dios, sino el acto humano, específicamente como malo[16]. Así, lo que nos interesa señalar con lo anterior es que la tradición se encuentra en este horizonte de pensamiento, en el que el mal, no siendo más que un modo, afecta existentes, en cuanto corrupción, deficiencia o alguna otra cosa. No estamos aquí en contraposición absoluta con esta postura. Sin embargo, hay que considerar, con lo dicho en el primer punto, que la esencia del humano, al ser existencia siempre es modal, por lo cual el horizonte de una afectación a la forma buena creada (relativa) no se podría pensar de tal modo.

Así, siguen pensando de manera absolutamente cristiana (cosa que no estaría mal), quienes sostienen el avance de la modernidad desde el derrumbamiento cultural o viceversa (Adorno), puesto que presuponen una tendencia hacia la creación buena de por sí, que encuentra en cierta medida arraigo en el pensar platónico. Hay que deshacer tales presuposiciones de que con el relato imposible de cualquier campo hay una fractura histórica de la humanidad[17], pues se sabe que el del siglo pasado fue catalogado como imposible de relato, y si entonces se derrumba la cultura (europea), esto no significa que la cultura, el arte, etc. fenezcan, sino más bien que las esperanzas fueron demasiado altas, pero no antes, sino después de aquel asunto inenarrable. Ahora bien, la narración de nuestros campos imposibles se da en todo caso como imposible no por el derrumbamiento de alguna cultura, sino más bien por la imposibilidad del acto de levantar la palabra; es decir, por el acallamiento siempre viniente desde fuera como orden o desde el interior como mandato. En cualquier caso, volvamos a nuestra exposición.

Si lo que se intenta pensar es la existencia como esencia del hombre, entonces se considera que no hay una sustancia o esencia más allá que tendría una realización o modo existencial, sino que la esencia es modal en cuanto realización, efectuación en cada caso. En este sentido, podemos entonces preguntar, ahora, lo que nos concierne.

Así, ¿a qué se llama mal, si la esperanza, el conocimiento filosófico y científico ponen manos a la obra en la realización de una pérdida de fundamento trascendente, esencial, por fuera de cualquier modo existencial? ¿Qué sería el mal entonces? O mejor, en la medida en que la pregunta por el qué debe ser transformada, ¿cómo se da el mal en el sentido de una existencia que es su propia esencia?

Jean-Luc Nancy ha intentado responder a esta pregunta desde la “experiencia de la libertad”[18]. Este considera que el mal corresponde a una posibilidad (modalidad) de la libertad, en la cual la libertad misma ejerce su propia destrucción, en la medida en que se ejerce como una decisión en relación con algo bueno. Podríamos considerar los modos (sobre, en, para y contra)como pertinentes para este punto también.

Sin embargo, la posición de Nancy encuentra su resonancia en la tradición, a pesar de que él reniega de esta, cuando define el pensamiento del mal como una “posibilidad” de la libertad[19]. La posibilidad entre bien y mal que quiere considerar Nancy, sin embargo, encuentra su sentido en el lado fáctico de la existencia en la que el bien y el mal no estén “hechos” de antemano, sino que más bien se dan como efectuantes:

“La maldad consiste en sorprender el bien allí donde éste, incluso, ni siquiera ha llegado a ocurrir: la maldad es el bien nacido-muerto. La maldad es el encarnizamiento infinito que desgarra la simple promesa del bien, todavía sin significación y sin consistencia.”[20].

En este sentido, Nancy sobrepasaría el sentido de la comprensión clásica, en la medida en que el bien también se hace y no es una cosa corruptible de sí. Por ello lo retomamos, puesto que piensa en la vía de los modos de existencia del hombre. Sin embargo, si eso se pensara así, los postulados morales del mismo Nancy tendrían que derrumbarse bajo su propio peso. Nancy considera la maldad como un modo de ser que no es singular, pero que va contra la singularidad. Así, dice:

“La maldad no odia tal o cual singularidad: odia la singularidad en cuanto tal, y la relación singular de las singularidades. Odia la libertad, la igualdad y la fraternidad, odia la partición, odia compartir. Y este odio es el de la libertad misma (es también, pues, el odio de la igualdad y de la fraternidad mismas; la partición se odia, y se aboca a la ruina). No es un odio de sí mismo, como si la libertad estuviese ya ahí y pudiese llegar a detestarse, y sin embargo es el odio del «sí mismo» singular lo que es la existencia de la libertad, y la libertad de la existencia. El mal es el odio de la existencia como tal. Y es una posibilidad del existente en el sentido de que en él el existente retira la existencia en el abismo del ser —inmanencia pura o trascendencia pura—, en lugar de dejar al ser que se retire en la existencialidad de la existencia. Pero en este sentido, el mal está en el existente como su posibilidad más propia de rechazo de la existencia”[21].

Habría que preguntarse cuáles son los presupuestos (aparte de la segunda guerra) para que el odio a tales cosas (libertad, igualdad y fraternidad) sea el agenciamiento del mal. Habría que pensar, más bien, parafraseando a Carl Schmidt, que quien pronuncia tales conceptos, generales, ‘en pos del bien’, está engañando. Pero consideramos que Nancy acierta, con todo y sus valores europeos de fondo, en un punto. Este es que el mal tiene relación con la existencia, en cuanto es un abismamiento de la singularidad. No seguimos aquí el sentido del odio por él planteado, aunque reconozcamos su razón. No lo seguimos porque el planteamiento del odio presenta más bien un sentido que va de la “posibilidad” de un hacer hacia un fundamento originario en la decisión, aunque esta sea en la facticidad. Nancy dice:

“Sólo la libertad en acto (y no hay ninguna otra), en el límite del pensamiento —allí donde el pensamiento finalmente a su vez es el acto que es, y por consiguiente allí donde el pensamiento es también la decisión— (decide liberándole) del bien o del mal, es decir, que es necesariamente, en su acto, o más bien en el hecho mismo en el que se sorprende libremente, no desencadenamiento conjunto e indiferente del bien y del mal, sino en sí misma y por sí misma decisión buena o mala”[22].

Que la libertad, en cuanto decisión, tal como se desprende del texto de Nancy, sea buena o mala, es algo que tal vez ya se presuponía. Sin embargo, habría que plantear la cuestión, para nosotros aquí de capital importancia, de si la relación meramente decisiva, en cualquier caso consciente, no presupone o deja de lado cualquier sentido del acto malo como una mera chiquillada. Así, consideramos más bien que la comprensión del acto malo, no debería pensarse desde el sentido de la decisión o la libertad (únicamente), sino, desde su sentido modal, desde otro ámbito. El del castigo.

III.        CASTIGO

Esto no significa que la libertad no sea correspondiente a la modalidad, casi siempre pensada con respecto a la posibilidad, aunque Nancy la piense con respecto a su efectividad (¿por qué no a la necesidad?), sino más bien que la relación de la libertad con la maldad debe dejar un asunto meramente consciente que no permite pensar el sentido mismo del acto malo en sus respectivos modos de ser para con el agenciado, por parte del agente. Esto ya lo habíamos anunciado anteriormente.

Digámoslo por segunda vez, aunque teniendo en cuenta la discusión aquí abierta y la siguiente pregunta: si no hay un mal en sí, y la correspondencia se plantea entre los modos de ser aquél, algo ya atisbado por la tradición, entonces ¿no es necesario que se piense el mal como una producción, dicha arriba como de segundo orden, en la cual hay una relación de los entes-relativos finitos, pensados desde un ámbito específico, seres humanos? (se descarta aquí considerar el mal natural, el mal animal, etc.).  ¿Por qué decimos de segundo orden? No ciertamente por ser o estar relacionados con un primer orden demiurgico, cósmico o divino; sino más bien en relación con el modo en que se da el acto del castigo. Esto se aclarará en lo que sigue, si respondemos de modo preliminar y quizá tosco a la pregunta, ¿qué es un acto malo (por no decir malvado o un acto del mal)?

Respondemos pues inmediatamente. Es el modo en que el castigo se ejerce en correspondencia con algo. Pero ¿qué es castigo? No entendemos aquí castigo como mero instrumento ejecutado jurisprudencialmente, sino más bien como aquel modo en el que están los cuerpos unos con respecto a otros en su acción recíproca, en la medida en que sus existencias chocan unas con otras, pero a partir de un principio circular de una ley[23], no de la jurisprudencia meramente, sino también del orden cósmico, por ejemplo. El acto malvado ejerce deliberadamente el castigo, es decir, el choque, pero este solo es pensado como tal si se considera como un acto de segundo orden con respecto a la razón o la naturaleza que parecería neutra y desde la cual siempre se opera (Sade)[24]. Es de segundo orden, porque al ser modal, no puede tener un primer orden especialmente definido, es decir, tiene amputado de entrada el sentido de la esencia, en la medida en que, pensando secularizadamente con la carta de Pablo a sus amigos romanos, “La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto” (Romanos 8, 22). Si para Pablo la creación sufre tales dolores, la existencia sin padre tiene que sufrir muchos más, pues se pare a sí misma en su modo de ser.

Es decir, los modos de la existencia tienen que cargar con su propio peso. Ahora bien, volviendo a lo dicho, el acto malvado solo es posible como castigo en la medida en que el mal es un “ser modo” agenciado por el “modo de la existencia” (aunque esto es redundante) que podría llamarse hombre, en cuanto ser-relativo, pero solo en relación con, con respecto a otro ser-relativo; es decir, el mal puede ser pensado como ser relativo-finito modal agenciado por alguien, en cuanto modo de “darse” o “cargarse” sobre (algo o alguien), en (cuerpo, psyqué, moral), para (fin malvado o producción de daño, que acarrea el fin que justifica los medios o viceversa), contra los lineamientos del cuerpo o de la moral o de la psyqué (contra la ley).

Sin embargo, si se actúa de tal manera, en los primeros tres modos (sobre, en, para) no habría diferencia con una acción natural o un acto del hombre.  En el sentido del contra, el acto lo que intenta es imponerse con respecto a otro ejercicio ya de la libertad fáctica. Por esto, habría que decir, que el modo del contra solo se ejerce como acto libre y no al contrario. En términos que le gustarían a la tradición del siglo pasado, podría decirse que el contra es más originario que el acto de la libertad. Y esto solo en cuanto acto de segundo orden, como modo de la existencia.

Pero si hablamos de que el contra es el sentido que produce el acto malvado como tal, entonces hay que pensarlo en su relación con el castigo de forma directa. Pensamos esto en un sentido determinado. Cuando se piensa en la tradición el mal, se puede considerar que el mal, sea por una razón cósmica o divina, es un castigo. Incluso allí donde se piensa el azar. Así, retomamos aquí el sentido de castigo que habíamos dicho que no tendríamos en cuenta en un primer momento, pero solo para pensar que este no se da como tal sino es por algo que va en contra. Es decir, hay un establecimiento de algo primero, que sería la ley.

En el caso del modo de la existencia, esta no sería más que la contingencia, contra la que se atenta en su perduramiento, o en su conatus, pensado de manera general. Pero también la ley quiere decir el establecimiento del límite. Por lo cual no solo se piensa el sentido de un acto malo, por ejemplo hasta dónde puedo yo mirar, tocar, lamer, ejercer presión, luchar justamente, presenciar actos impuros, etc., sino también con respecto al sentido de lo que se ejercería si, aún sin saber (cfr. Kafka), el sentido ha sobrepasado el conocimiento desiderativo de la correspondencia con la ley. Digo, hablo, juego cosas que no debería, que no están permitidas, que dañan al otro, que causan mal; pero también veo cosas que no debería, pienso lo que no está permitido; incluso me puedo sentar junto a alguien, hablarle, saludarle, dirigirle un par de miradas, ayudarle, pero ese alguien puede estar en relación de choque con algún otro, con algo otro, con un ilícito; ante la ley, como en el caso kafkiano, merezco castigo, pues voy en su contra.

Pero este sentido, digámoslo nuevamente con los usos del siglo pasado, este sentido derivado, o en el lenguaje ya utilizado y más tradicional, de segundo orden, no responde a un sentido desiderativo, sino más bien a un ejercicio modal, que no puede más que producirse por el ir contra, en cada caso, en el que no solo se objeta, sino que se objetualiza. Piénsese aquí en el término alemán Gegenstand, sobre el que el hombre también ejerce su dominio.

Así, si se piensa que el castigo es el sentido del acto malvado como modalidad de la existencia, entonces habría que pensar así el bien como límite que se va instaurando o ya instaurado (en el ir contra la ley no hecha o contra un existente particular) en el que se produce la existencia, aunque sea derrumbándose y destruyéndose a sí misma.

Nombramos castigo al sentido del mal, porque antes de producirse como respuesta a un mal, como acto de la ley, responde siempre con otro acto malvado, aunque de mayor o menor medida. El castigo sobre el cuerpo no puede ser menos que el infligido en la psyqué o en el comportamiento moral del sujeto o individuo castigado, en la medida en que no hay una ‘ley’ de los cuerpos singulares, su modo es el único de darse, puesto que es su propia esencia sobre la que se ejerce todo castigo. Así, podría reconsiderarse no solo el acto malvado de los malos, sino el acto malvado de los buenos, de los de buena fe, sin pretensiones de construcción totalmente fraternal e igualitaria. Así también podrían repensarse las palabras, absolutamente llenas de sentido, aunque sea secularizado, de las cartas de Juan, en las cuales dice: “no imites lo malo, sino lo bueno. El que obra bien es de Dios; el que obra mal no ha visto a Dios.” (3 Jn. 1: 11)”.

Con respecto a estas palabras preguntamos, para terminar: El mal, si es un modo y no una esencia, o siendo un modo en cuanto esencia, es algo imitable, ¿será entonces un asunto que se puede copiar del comportamiento del otro o del absolutamente otro?


Notas

[1] Giorgio Agamben trata esto en “Para una ontología modal”, en el libro El uso de los cuerpos (Agamben 2017). A este texto es al que hacemos referencia en nuestro ensayo.

[2] El vínculo aquí aludido será pensado entonces como enlace para la configuración de la existencia, mientras que el vínculo entre existencia y esencia que se mencionó anteriormente producía la corporalidad. Habría que pensar y cuestionar (cosa que sobrepasa el propósito de este texto) más estos vínculos, pues no se trata de la mismidad de estos.

[3] Usamos aquí de modo indistinto los términos, aunque en la discusión escolástica hay una diferencia de fondo.

[4] Giorgio Agamben, Homo sacer, vol. 4, El uso de los cuerpos (Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2017), 292. Habría que pensar detenidamente la relación entre “sustancias” y “modos” en Spinoza, pues parecería que el “medio” de ambas cosas solo puede ser la “sustancia”, Dios; así, el tránsito del singular al plural y del plural al singular en la demostración podría entenderse como mediación.

[5] Agamben, El uso de los cuerpos, 293.

[6] Como en la escolástica que consideraba que el modo no era un ente, asunto heredado por Kant (Agamben 2017) en su tabla de categorías, que viene de Aristóteles, aunque en Kant está referida al pensamiento, no al predicado real de la cosa, puesto que no añade nada al conocimiento.

[7] Agamben, 301.

[8] San Agustín, “Libro VII. Capítulo 5”, en Las confesiones (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1974), 274. Agustín también expone de manera magistral el sentido del mal en sus discursos “apologéticos” (especialmente contra los maniqueos) como mal relativo, no como algo en sí mismo (San Agustín 1956, 361).

[9] “En especial, la filosofía cristiana, fundamentándose en la teología, ha dado respuesta a cuatro de los aspectos que el problema del mal presenta: ¿qué es el mal? ¿Cuál es su origen y su causa (eficiente y final)? La redención del mal. El mal y la Providencia” (Restrepo González 2007,100).

[10] San Agustín, “Libro VII. Capítulo 5”, 288.

[11] “¿De dónde procede entonces el mal? se pregunta también en el De Libero Arbitrio, 13. San Agustín responde que de la ‘Corrupción del modo, de la belleza y del orden’: ‘Malum est corruptio modi, speciei aut ordinis’” (Restrepo Gonzales 2007, 106).

[12] Jean-Luc Nancy, La experiencia de la libertad (Buenos Aires: Paidós, 1996), 137-158.

[13] Publio Restrepo González, “El problema del mal en San Agustín,” Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, no. 146 (mayo-agosto 2007): 101. 

[14] “Los bienes pueden existir solos en alguna parte, pero los males en sí solos, nunca,” San Agustín, La ciudad de Dios (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1958), 814.

[15] Restrepo González, El problema, 110-111.

[16] Aunque no decimos con esto que la tradición cristiana no lo piense así.

[17] Nancy, La experiencia, 137.

[18] “La lección que tenemos que recoger sobre el mal se recoge en tres puntos:

1. La clausura de toda teodicea, o logodicea, y la afirmación de que el mal es estrictamente injustificable.

2. La clausura de todo pensamiento del mal como defecto o perversión de un ente cualquiera, y su inscripción en el ser de la existencia: el mal es malignidad positiva.

3. La encamación efectiva del mal en el horror exterminador del montón de cadáveres: el mal es insostenible e imperdonable.

Bajo esta triple determinación se ha constituido lo que cabría llamar, no sin una ironía sombría, el saber moderno del mal, diferente en naturaleza y en intensidad de todo saber anterior, aunque recoja también ciertos rasgos de éste (esencialmente, en suma, el mal que no era «nada» se ha convertido en «algo» que el pensamiento no puede reducir)” (Nancy 1996, 139).

[19] “Pero ninguna otra cosa, en último análisis, es incomprensible en la libertad, a no ser la posibilidad de la maldad —y esto, a decir verdad, en la medida en que esta «posibilidad» es una realidad efectivamente presente en la facticidad de la libertad” (Nancy 1996, 139).

[20] Nancy, 143.

[21] Nancy, 145-146.

[22] Nancy, 153.

[23] Como insinúa Friedrich Hölderlin en su breve apunte “El concepto de castigo” (Hölderlin 2008). Claramente, habría que considerar los diferentes modos de la ley (escrita o no, divina o humana, etc.), tanto en relación con Hölderlin, como en relación con nuestro problema, asunto que quedará pendiente.

[24] Rüdiger Safranski, El mal o el drama de la libertad (Barcelona: Tusquets, 2002), 176-182.


Referencias

Agamben, Giorgio. El uso de los cuerpos. Vol. 4 de Homo sacer. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2017.

Crignon, Claire. Le Mal. Paris: Flammarion, 2000.

Hölderlin, Friedrich. Ensayos. Madrid: Hiperión, 2008.

Nancy, Jean-Luc. La experiencia de la libertad. Buenos Aires: Paidós, 1996.

Restrepo González, Publio. “El problema del mal en San Agustín,” Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, no.146 (mayo- agosto, 2007): 117.

Ricoeur, Paul. El mal. Un desafío a la filosofía y a la teología. Buenos Aires: Amorrortu editores, 2006.

Safranski, Rüdiger. El mal o el drama de la libertad. Barcelona: Tusquets, 2002.

San Agustín. Obras Apologéticas. Vol. 4 de Obras Completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1956.

—–. La ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1958.

—–. Las confesiones. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1974.