Jesús Jank Curbelo [1]

Periodista por la Universidad de la Habana. Escritor.

Seis o siete de la noche y había nubes rojizas sobre la luz rojiza de las farolas que todavía alumbraban la calle la última vez que estuve frente al fuerte, silbando, con las manos a la espalda. El niño de dios al cuello había llegado con su bicicleta a la casa donde, en un cuarto en el patio, vivía yo y mi madre con su marido. Nos vimos afuera (venía con la bicicleta a rastras), se peinó hacia adelante con la mano y dijo que iba a llover.

El niño que llevaba a dios al cuello era casi mi amigo. Se había obsesionado con la niña y me preguntaba cosas sobre ella. Yo respondía mentiras y a cambio él jamás me había pedido que me bajara el short. Yo, en todo caso, sabía perfectamente cuándo era mi turno de cuidar la puerta; lo había visto restregarse con todos los niños que iban al fuerte y, como me había ascendido a capitán, yo era quien no permitía que alguno se restregara con otro que no fuera él; lo había visto cuidar la puerta de un baño mientras esperaba su turno de que la niña le sobara el pito; pero él jamás me había pedido que me bajara el short.

Miré el cielo rojizo y le dije sí. Me dijo que había visto a la niña en tal balcón, preguntó si ahí vivía. Respondí sí así que nos subimos en la bicicleta y él fue pedaleando.

Me dijo que gritara. Grité y salió la niña en pijama hasta la puerta, una puerta de hierro con cristales. Se paró en el balcón. Le hicimos monerías desde la acera. Bajó las escaleras, se paró en el jardín, dijo qué quieren y el niño le preguntó si tenía ganas de sobarnos los pitos. Había árboles en un patiecito junto al jardín, al lado de la casa. La niña dijo no, nos llamó idiotas, subió las escaleras mientras el niño y dios subían a la bicicleta, y mientras el niño pedaleaba conmigo en la parrilla empezó a llover.

Entramos en el fuerte. Era de noche ya y el niño dijo que aquella niña era una hija de puta, dejó la bicicleta junto a la puerta, se quitó el pulóver y lo exprimió. Yo estaba de pie y como con atrofia mirándolo y las gotas me bajaban del pelo al cuello y del cuello hasta el pecho, él sacudió el pulóver y me miró y entonces me di cuenta de que tenía que hacer yo lo mismo. Me acuclillé y me quedé sin pulóver. Me miré la barriga, sentí vergüenza, exprimí el pulóver, lo guindé en el hueco de la ventana, él hizo lo mismo, después cerró la puerta y la calzó con una piedra. Se sentó con la espalda pegada a la pared y su barriga caía bastante plana sobre la faja del short, sentí vergüenza, me puse a caminar de un lado a otro mientras él sacaba un paquete con cigarros. Yo nunca había fumado. Me parecía estúpido meterse entre los labios un cilindro de papel con picadura y encenderlo para que la combustión llegara a la garganta. Sin embargo, mientras el niño hablaba con humo entre sus labios, sentí curiosidad. Le pedí uno. Él me explicó que había que chupar, dejar el humo pasar por la garganta y dejar salir un poco por la boca y otro por la nariz. Chupé el cigarro, tosí, le dije que hubiera preferido chupar un mango, se rio y dijo que yo no era hombre, y separó la espalda de la pared con las piernas en arco (como era de noche, podía ver quemarse la cabeza rojiza del cigarro. Las luces de las farolas entraban por la ventana y nos daban claridad. Tronaba a veces. Y a veces aparecían relámpagos que parecían luces artificiales).

Dijo que me acercara, estuvimos en silencio unos minutos, mirando por el hueco de la ventana la malla que forma la lluvia y la manera en que deforma el color de las casas; escuchándola caer. Chupó el cigarro y lanzó el humo hacia la ventana y vi un hilo pequeño de humo expandiéndose desde su boca, haciendo figuritas con las luces. El humo que me entró por la garganta empezó a desenrollarme los pensamientos (la niña, mi madre, mi barriga, el marido de mi madre, la VCR, la escuela, el fuerte, los mangos, los niños del fuerte, yo capitán, la casa de mi abuela, la muerte de mi padre y todas las cosas que se me escurrían de la cabeza tocándome el pito), a ponerlos dentro de mi cabeza en un orden coherente (desde entonces, fumar es una forma de arreglarme).

Se levantó y repitió que la niña era una hija de puta. Fue a ponerse el pulóver, después dijo que me bajara el short, que tenía ganas, me bajé el short casi hasta las rodillas y el niño me recostó a una pared, me acarició los hombros, la cintura, agarró mi cara y comenzó a besarme, me pasaba la lengua por la cara y me pedía que sacara la lengua, se bajó el short. Yo miraba la puerta porque no había nadie vigilando. Se me ocurrió que como había lluvia cualquiera podía entrar y nadie entraba, así que el niño me agarró la cara y restregó mi lengua con la suya, me agarró el pito con toda la mano y lo empezó a manosear. No tuve arqueadas. Lo agarré por el cuello y metí mi lengua dentro de su boca. Tronaba. El niño se puso en cuclillas, abrió la boca y se metió mi pito. Se me ocurrió que nunca lo había visto poner a ningún niño a hacerle aquello. Ni lo había hecho él. Ahora chupaba y yo sentía cosquillas en el estómago, le acariciaba el pelo mientras él me miraba desde abajo y movía la cabeza (ahora me estoy tocando pensando en esto), jugaba con la lengua. A veces lo sacaba de su boca, cogía aire y volvía a meterlo. A veces le chorreaba la saliva por la quijada, mojaba el pulóver. O perdía el equilibrio. Sin embargo, mi pito estaba fláccido. Aquella vez, mientras acariciaba la figura geométrica a la niña en esa misma pared, mi pito estaba completamente tieso. Pero ahora no. Tampoco me importaba.

El niño se sostuvo de mis nalgas para no perder más el equilibrio y estuvo así como por dos minutos. Se levantó. Le pedí que siguiera. Me preguntó si me había gustado. Dije que no y me dijo que le enseñara cómo me gustaba así que lancé el short hacia una esquina, me agaché frente a su pito (yo seguía con la espalda pegada a la pared), me lo metí casi hasta la garganta y conté hasta treinta mientras aguantaba la respiración.

Me agarró la cabeza. Metió el pito profundo en mi garganta y le temblaron las piernas, cuatro, cinco, empezó a endurecerse, empecé a jadear y a escupir la saliva que se me acumulaba en el espacio entre los cachetes y las muelas, sentía el golpeteo del pito que me llegaba al estómago y me calmaba, pensaba en mi madre, en la puerta sin guarda y en la lluvia y en este mismo niño meses antes vociferando desde su bicicleta que yo era maricón, con una mano, el niño acariciaba mi mandíbula, agarraba mi nuca con la otra, cerré los ojos, once, doce, trece, me comenzó a sonar en los oídos cualquier canción de las que había en mis cintas porque el niño bufaba aún más alto que los truenos y la lluvia y mi madre, quince, y su marido y ella, la niña, dieciséis, así, desnuda, sentada en el hueco de la ventana mirándome temblar. Abrí los ojos. Busqué la cara del niño desde abajo pero mi frente estaba pegada a su barriga y mi nariz a algunos pelos rubios que comenzaban a salirle, y veinte. Cerré los ojos. No sentía la boca. Tenía el golpeteo acelerado del corazón metido en los oídos con la lluvia y la música y los carros que esparcían el agua de los charcos.

Me arrodillé con las nalgas en los talones y las manos en el suelo. El cambio de posición hizo que el niño sacara su pito de mi garganta así que abrió más las piernas. Cogí un poco de aire por la nariz y volví a retenerlo mientras el pito entraba por mi boca y yo retomaba el conteo, despacio, a partir de veinte. No abrí más los ojos. Pensé que de lo bien que me portara dependía lo bien que se portara el niño cuando volviera a agacharse así que moví un poco la cabeza, alante, atrás, veintitrés, veinticuatro, él empujaba y me caían gotas de sudor en los muslos, en la cara, sobre los hombros, su sudor y el mío. Lo empujé por los muslos y dije ya. Me levanté. Me dijo que quería más (agitado, temblando), me limpié la cara y le dije que ahora era mi turno, pero no se agachó, se dio la vuelta, dijo que ya no quería agacharse, que quería saber cómo se siente tener un pito atrás, miré sus nalgas, era un poco más alto que yo así que quedaban más o menos en mi ombligo, se agachó un poco y le coloqué el pito milimétricamente entre las nalgas.

Cuando aquello, con once o doce años, mi percepción de nalgas eran como dos balones para el gas que se herrumbran, como dos semicírculos, y el culo era un vacío del tamaño de la raja que las separa: uno porque a mi madre todas las veces que la vi bañarse estaba de pie, con el cubo en el suelo, o con agua cayendo desde la ducha (yo corría a sentarme en el retrete y la veía desnuda desde el espacio entre los azulejos y la cortina; la veía bañarse con ciertos movimientos secuenciales: se enjabonaba después de mojarse desde los brazos hasta las rodillas, luego los pies y la cara por último; se enjuagaba dejando caer agua desde la cara, sin mojarse el pelo, y después se metía en la toalla o en una bata); dos porque a la niña la acaricié sentada en el hueco de la ventana; y tres porque, hasta entonces, jamás me había dado por meterme los dedos en el culo. Así que puse el pito y me quedé estático mientras el niño reculaba y sudaba y me apretaba contra la pared, yo respiraba en su cuello y él alargó la mano doblando el codo, agarró mi nuca, me hizo inclinarme y trató de besarme, pero las bocas no chocaron nunca, así que sacó la lengua y lamió mi cara, yo saqué la lengua y la mezclé con la suya mientras lo agarraba por la barriga y pegaba más sus nalgas a mí.

Pasaron como dos minutos. Entonces dijo que ya era su turno y se despegó, me jaló por el brazo y se puso contra la pared. Le dije que quería que volviera a agacharse. Dijo que no. Dijo que me volteara. No me volteé y él se puso colérico, me metió un empujón y me tambaleé, retrocedí unos pasos, casi me caigo, busqué el equilibrio y me le lancé encima haciendo círculos con los brazos como un nadador. Cerró los ojos y se cubrió la cara. Con los dos brazos. Le di manotazos por todas partes. Estaba arrinconado. Tenía la cara metida en los brazos y las rodillas juntas. Sollozaba. Retrocedí y entonces me di cuenta de que el niño tenía el pito tieso. Había tenido ese pito en la boca y ahora me daba cuenta de que era un pito flaco y bastante feo que me encañonaba metido entre un par de huevos colgantes. Miré mi pito totalmente fláccido. Me enfurecí. Busqué el short por el suelo y, mientras lo agarraba, vi que el dios que colgaba del cuello del niño ahora estaba bocarriba, en el suelo, metido en un cordel.

NOTA

[1]  Fragmento del primer capítulo de la novela VCR, la cual será publicada próximamente en su totalidad.