Gerardo Córdoba

Dr. en Filosofía Contemporánea por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Profesor en la Facultad de Artes en la Universidad de Antioquia.

Juan Carlos Montoya

Dr. en Filosofía Contemporánea por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

I

Se suele considerar que el diálogo va unido con el origen de la filosofía. Para ello se recurre a Platón, quién escribió diálogos. Con ello se indica de soslayo algo contundente: la filosofía nace con Platón. Esto puede ser cierto si se considera que la historia de la filosofía es un intento por revertir o invertir el pensamiento platónico. Aquello puede ser cierto, pero obvia la pregunta de qué sea un diálogo. Así, lo que se pretende reconocer como una verdad y un cumplido a la actividad filosófica, cae en el desconocimiento y queda encerrado en la consideración más corriente. Es un falso cumplido considerar que el diálogo es el origen de la filosofía, esto porque se pretende fundamentar a la filosofía en algo “real” (como si esta no fuera ya en sí misma real y no tuviera ya su propio fundamento, y como si lo “real” fuese simplemente algo que da validez); además es un falso cumplido porque no sabe qué es diálogo, en sentido esencial o especialmente filosófico.

Un diálogo, se dice, es una conversación, un hablar de dos o más personas. Si esto es así y si el origen de la filosofía va de la mano del diálogo, entonces la evocación a Platón indicaría que la filosofía nace allí donde hay al menos dos que hablan, donde hay una interacción con otro u otros, o incluso donde no hay más que otros. Esto último porque si se piensa, por ejemplo, que el protagonista de la mayoría de los diálogos platónicos es Sócrates, entonces este sería el “sujeto” ante el que los otros son otros, pero si se piensa que no hay tal “sujeto” (como en los diálogos tardíos), entonces todos son otros[1]. No dialogo, por ejemplo, ante otro, sino que hablamos-conjuntamente. Al haber (como mínimo) dos hablantes, el diálogo envuelve a estos. La unidad es el diálogo, la multiplicidad los seres que dialogan. Así el paradigma del surgimiento de la filosofía sería la relación de lo uno y lo múltiple. Pero este modelo se soporta en una falta de cuestionamiento con respecto a lo que es un diálogo, pues es sencillo decir que el diálogo es origen de la filosofía (o, fuera de esta, que el diálogo es importante en la disputa política, en la práctica diaria, en las relaciones afectivas, en el consultorio terapéutico o en la convivencia familiar), aunque más difícil es tanto entrar en el misterio del diálogo como entablar uno. Bien puede ser que la consideración sobre el diálogo tenga sus teorías o sus opiniones ya fundadas; sin embargo, aquí se intentará solo presentar una “migaja filosófica” (con permiso de Climacus) sobre el asunto.

Es equivocado considerar que el diálogo es una conversación principalmente entre dos, como a veces se cree a partir de la errada etimología de la palabra. La palabra más bien mienta un hablar que va a través (dia) del lenguaje (logos), un atravesamiento que produce el lenguaje mismo. Si diálogo no llama simplemente a dos (o más) como muchos creen reconocer, entonces lo mencionado arriba cae bajo su propio peso. El hecho de que dos personas hablen, se interrumpan, den sus opiniones, no hace un diálogo. Simplemente es una conversación. Esta última palabra parece indicar la relación de trato entre las personas, a modo análogo que el trato con las cosas de uso. Así pues, la conversación no parte expresamente de un asunto de la palabra, sino más bien de un estar al lado de otros, compartiendo tanto lo que se quiere compartir como lo que costumbre y uso comparten. Un cruce de palabras, por ejemplo, entre patrón y empleado (amo y esclavo, se diría anteriormente) no es un diálogo, aunque sí una conversación. Ciertamente en esta hay lenguaje, hay palabra, pero al modo de un intercambio informativo, de una petición o incluso de una orden (por ejemplo, se inicia la conversación allí donde la orden no queda clara y se tiene que solicitar más especificaciones). No todo acto de habla conjunto entre dos seres diferentes es diálogo. Pero entonces queda la cantidad mayor de dos. A esto, habría que decir que lo que no pueden dos cómo lo podrían tres o cuatro, o más. Claro, “la unión hace la fuerza”, pero el diálogo no es un asunto de fuerza, sino más bien de tesón (sobre esto se volverá en otro lugar).

Pero si el diálogo no necesariamente es entre dos seres ni entre muchos seres, ¿entre qué se da? ¿No había una correlación entre multiplicidad y unidad en el diálogo y en este como referido a la filosofía? El diálogo se da entre sí mismo, divide al ser que habla (sea verbal o mentalmente) para atravesar su palabra, para atravesar el discurso. En este caso, habría que recordar (aunque no por ello aceptar sin más) que Platón denomina al pensamiento “el diálogo del alma consigo misma”. Si el diálogo vincula el pensamiento, esto no quiere decir meramente una relación cognoscitiva o racional o lógica de quien habla, sino más bien un modo de ser del ser humano, pero un modo que no simplemente puede ser o no ser, sino un modo en el que ya es (incluso en la locura). Si el diálogo puede ser del alma (sea lo que sea esta) consigo misma, entonces no es estrictamente necesario un segundo hablador, exterior. Pero ¿dice esto entonces que hay un cierre en el pensamiento o en el alma de quien dialoga consigo mismo? No. El que dialoga consigo mismo solo puede hacerlo porque ya ha tenido ante sí a los otros o a algo otro. Los otros le han dado las palabras, lo otro le ha dado la visión, podría decirse. Un diálogo “interno” sobre cosas vistas, recuerdos, etc., siempre puede ser posible. Pero entonces ¿qué es diálogo?

El diálogo es aquello que abre el lenguaje, la palabra, a un atravesamiento. Pero ¿a través de qué atraviesa el lenguaje? A través de sí mismo. Atraviesa por entre sí mismo porque solo así puede dividirse, puede surgir incluso como palabra compartida (meramente como palabra). Por atravesarse se divide, se fisura la palabra, pero esto solo es posible porque hay unidades (¿mónadas?) con las que tendrá contacto o al menos podrá tenerlo. Como el lenguaje se fisura [2], por ello está referido también a la unidad. Intentando alcanzar la unidad de lo otro, se divide, intenta alcanzar la unidad consigo mismo. Para hacerlo tiene que atravesarse a sí mismo nuevamente. Esto permite la movilidad de la multiplicidad, pero también la movilidad de la unidad. En un posible alcance de ambas cosas, el atravesamiento del lenguaje se ejecuta. Así, no solo puede hablarse a sí mismo, sino establecer relaciones. Si la relación establecida se da, no solo es de una multiplicidad de cosas, sino que más bien es la relación entre multiplicidad y unidad. La relación es en sí misma una intimidad donde se resuelve la disputa de lo múltiple y lo uno.

El pensamiento es diálogo del alma consigo misma, pero el diálogo no solo es del hablante consigo mismo. Y si lo es consigo mismo es en cuanto escindido. En esta escisión hablamos. Que se hable desde la escisión, no implica justamente que se hable escindidamente, porque si así se diera no se podría dar el habla dialógica. Corrientemente se considera que puede haber diálogo entre dos que disputan, que guardan odio, pero esto es el simulacro del diálogo. Lo que debe deponer el lenguaje es primeramente la escisión exterior de las cosas, la multiplicidad enloquecida: el relativismo. Por ello el pensamiento puede ser diálogo. Un pensamiento que piense meramente una multiplicidad relativa, no encuentra nunca la multiplicidad, es el fantasma de la aceptación del todo, el cual se refuta a sí mismo.

Si se dijo que diálogo no es propiamente algo entre dos seres, esto no implica que dos seres no puedan dialogar, sino que para ello tienen que saber su lenguaje como ya fisurado y, más aún, tienen que deponer la escisión total que se expresa en su ser cuando están ante otro. Esta puede darse como rabia, enojo, cortesía, amabilidad, etc., (en todo caso estos son modos, en cuanto a lo aquí referido, en que se presenta la escisión). Por ejemplo, se puede conversar desde la furia, pero qué diálogo habría desde esta si no se quiere atravesar el camino del lenguaje de lo dividido y escindido, no en cuanto división de seres que disputan con rabia, sino en cuanto división propia del lenguaje. Pero esto parece muy evidente cuando se habla de emociones que se cree que normalmente pertenecen a la separación, al nublamiento del juicio o a la explosión de la locura; esto solo es aparente, pues algo similar pasa con emociones que frecuentemente se asocian con una unidad o con el establecimiento de lazos entre dos personas o más. La cortesía, por ejemplo, ¿acaso no es el simulacro que impide todo diálogo, puesto que siempre dispone del otro como de sí misma en cuanto todo queda desplazado a la indiferencia de quien le habla? ¿no tiene la cortesía siempre una excusa aceptable para desplazar, aplazar y remplazar al otro que se presenta no como objeto de su burocrática visión, sino como aquello otro que no se da a sí mismo, tal vez como diálogo? Sirvan estas preguntas no para establecer aquí una perorata sobre aquella página en blanco que es la cortesía, sino más bien para indicar un camino que no se expondrá (a no ser al ridículo).

Las emociones o afectos que habitualmente se piensan como “unificantes” o spinozistamente como “potenciantes”, no son menos impedimentos que los que comúnmente se consideran como “excentrizantes”, puesto que pueden establecer un corte en la palabra tan grande que no puede tapar su propio hueco. Ya Sócrates (¿o Fedro?) sabía que la palabra del erastés estaba tan fuera de sí misma como el propósito que la conducía. Pero esto no significa que entonces el diálogo se vea impedido por las emociones o los afectos, sino que más bien no todo afecto permite el diálogo. Bien podría encontrarse afectos “negativos” que puedan llevar a establecer el diálogo de modo tal vez más “genuino” que otros afectos “positivos” [3]. Como el asunto de este breve escrito no se dirige a tal cosa, se dejará en el aire la misma. En todo caso, podría suponerse que de lo anterior se sigue…

Vuélvase pues al asunto. Si el lenguaje atraviesa por entre sí mismo, la réplica de esto que ocurre en el alma es posible en los cuerpos. Quien dialoga intenta atravesar por entre el lenguaje del otro, no para descifrarlo sicológicamente, sino más bien para dejar que el lenguaje del otro se fisure conjuntamente con el propio. El diálogo, que funda la filosofía, por no decir la comunidad de los seres, se enfrenta entonces a una fisura de la palabra, así como, en el fondo, a la de la existencia. El diálogo no tiene que ser necesariamente entre dos para poder establecer la experiencia de tal fisura, sino que también puede ser el del alma consigo misma, el diálogo ficticio o el imaginario, el histórico o el del desamparo en el mundo capitalista. Lo necesario sería deponer la invulnerabilidad del lenguaje y del sí mismo, no para saber dialécticamente que estos son vulnerables, sino para reconocerlos como vulnerados en cuanto siempre están ya atravesados por la palabra, aunque su escisión se oculte en la simulación de la mueca, en la de-cisión de la preferencia y en la felicidad de ser como se es.

Tal vez para lo dicho antes se puedan poner muchos ejemplos, filosóficos o no filosóficos, queda esto para quien lea queriendo desmenuzar esta migaja.

Gerardo Córdoba                                                                              

Medellín, marzo de 2022

II

Asimétrico es el ejercicio de responder a alguien que no tendrá, a su turno, la posibilidad de responder a lo que se plantea desde la escritura como una respuesta, pero es importante tener en cuenta que la principal asimetría, aquí, no se da tanto entre los dos interlocutores como entre estos mismos y lo que escriben. Se trata de que ambos puedan ser interpelados, sin poder dar una respuesta definitiva, por lo que del lenguaje se inscribe en el “papel”. En todo caso, quien aquí responde debería cuidar de no tomar ventaja de su posición segunda para presentar su respuesta con un aire concluyente y sintetizador. Si escribe una respuesta es porque desde el otro lado ha llegado una voz que lo cuestiona al plantear una pregunta por la “esencia” del diálogo, y lo hace porque entiende esa voz como interpelada a su vez por el lenguaje. De esta manera busca dar unas pinceladas sobre la cuestión a partir del diálogo mismo, intentando ejecutar la cuestión misma que hay que pensar.

Señalado en esta dirección, el diálogo se presenta como la discontinuidad de dos voces en sucesión y, de manera esencial, diferenciadas y contrapuestas. Y esta discontinuidad es de tal naturaleza que opera como tal incluso allí donde aquél al que se dirige la voz no está presente sino de manera potencial (si no fuera por esta potencialidad del que escucha –oído “virtual”– no habría manera de escribir, de componer, de pintar, etc.). Incluso allí donde el alma entra en diálogo consigo misma se posiciona frente a un otro virtual, ejecutando en el teatro interior tanto el papel del que habla como el del que escucha. Las obras de teatro de Platón ponen en escena a menudo a un Sócrates que ejecuta papeles diversos y pide a sus interlocutores que ejecuten tales y cuales personajes, a menudo de hombres ilustres que, por haber muerto (de enterrar), no pueden hacerse presentes ni responder. La ficción teatral le permite a Platón urdir y tramar un tejido de voces que no por desarrollarse en su interior y pasar por la escritura mediadora silenciosa pierde su carácter diferencial, un tejido en el que cada una de las voces marca su posición incluso allí donde se narra una historia que ha pasado de boca en boca. De esta manera podría entenderse la “fisura” esencial del lenguaje a partir de la instancia diferencial de la voz, la cual incita la crítica socrática de la poesía trágica (en el libro tercero de la República), en la que, según su irónica explicación, se con-funden las voces del poeta y sus personajes, de los hombres y los dioses y de las suplicantes en el coro en el lamento plañidero que, como una falsa nota, desentona en la sinfonía propicia para el alma justa. Podría plantearse incluso la cuestión de si esta crítica socrática no tiene como centro de ataque la multitud bullente del coro trágico, en donde la fusión de voces hace proclive al alma al canto multitudinario y, por ello mismo, a la ocupación de lugares que no le corresponden dentro de la división de técnicas (y de voces) dentro de la polis (y el alma). Podría decirse que el poeta filósofo que es Platón opone a Sócrates y los poetas trágicos con el fin de, mediante la forma del diálogo, fundar la instancia de la voz y la fisura del lenguaje que no han dejado de cuestionar a la filosofía occidental desde sus diferentes modulaciones, y que han inspirado el compartir de estas “migajas” mediante el diálogo cuasi-epistolar que aquí presentamos.

Si se atiende a esta exigencia filosófica y poética del diálogo, debería preguntarse, sin el temor de hacer divisiones que falten al simulacro social de la cordialidad, y con el fin de ubicar una voz en contraposición con respecto a la otra, si la multiplicidad que el diálogo atraviesa mediante el “atravesamiento” propio del lenguaje (el cual necesita tanto de la unidad como de la multiplicidad en la “intimidad” de su “movilidad” recíproca) no necesitaría más del uno y el dos que de cualquier otro miembro de la “serie” numérica, y si el “tesón” que caracteriza al diálogo no reside en la concentración de fuerzas que tiene lugar en el uno a uno. Es decir, preguntarse si la vinculación de unidad y multiplicidad no se ejecuta siempre en la concentración de fuerzas que tiene lugar entre uno y otro dialogantes, en la sucesividad de uno que habla y otro que escucha y en el incremento de tensión que en este movimiento se da. En este sentido habría que pensar la multiplicidad de dialogantes como reducida a dos, de tal manera que si no se pasa por esta reducción no se podría producir el encuentro distante que propicia la fisura del lenguaje, pues no es el lenguaje el que se divide a sí mismo para, en el anhelo de su unidad, encontrarse después consigo mismo, sino que el uno y el otro en el encuentro efectivo se dividen recíprocamente, prestan cuerpo a su separación mutua, y así expresan la división del lenguaje por medio de su división. Un miembro cualquiera de la multiplicidad afirma su diferencia al afirmarse como unidad, y esto solo lo puede hacer al afirmarse frente a otro que también afirma su unidad, pues la unidad-multiplicidad de la que se trata está determinada miembro a miembro, número a número, y no por una integridad abstractamente fuera del tiempo. Los dialogantes, en este marco, se ubican como miembros de una serie cuyo término, por situarse en la esfera de los dioses, no pueden conocer, sin que por ello no pueda afirmarse que lo ejecutan en el acontecimiento de su acción dialógica. Lo que pasa es que el término de su ejecución se les escapa, así como se escapa una voz en la dimensión de su acontecimiento. Lo bello sería el mejor ejemplo de lo que aquí se intenta decir, pues en él el brillo de la apariencia, desde su parcialidad rebosante (la cual no deja nunca de expresar el “espíritu” total latente), presenta la totalidad bajo formas determinadas. En este sentido podría pensarse que la voz es esencial a la articulación del diálogo y, en esta medida, que por su instancia se establece una relación diferencial de voces determinadas y ubicadas, las cuales actualizan como dos una multiplicidad que permanece latente. Esto lleva a pensar el atravesamiento propio del diálogo como acontecimiento de la belleza en la instancia del encuentro de una voz con otra y, en este sentido, en el eros del diálogo como pasión de la separación entre uno y otro y entre los dos y la fisura del lenguaje.

No se puede dialogar con ira, resentimiento, rencor, ni mediante el temple de la cordialidad excesiva que simula concordia para evitar la separación mediante, paradójicamente, una separación tajante. El diálogo, como acontecimiento de la separación de dos voces, exige de cada uno la capacidad de escucha del sentido y de su acontecimiento, del sentido y de los ritmos en los que se articula, pues, dicho en lenguaje más ostensible, se trata no sólo del “contenido” sino también de la “forma” en que este se presenta. El encuentro de dos personas dialogantes es también el acontecimiento de la multiplicidad como doble unidad (synduo), es la resonancia de la multiplicidad unitaria en una unidad dual y una dualidad unitaria inseparables. Los amantes de la segunda elegía de Rilke llegan a confundirse cuando, en el éxtasis de su acrecentamiento, creen poder contener entre sus manos la unidad-multiplicidad de la que la unidad dual es expresión, lo que deriva en un silenciamiento de la voz, es decir, en una anulación de la separación. Haciéndolo, truecan ilusoriamente la corriente delicada del soplo de voz, difícil de retener sin esfuerzos y dolores mayúsculos, por las magnitudes durables de la carne contenida. Pero al hacerlo no se diferencian de Penteo cuando ata con cadenas a un toro pensando que es Dionisos (Bacantes). Quizás todo el “misterio” y mistificación del amor en los circuitos de la sociedad patética de los simulacros resida en que alimenta la ilusión narcisista de que es posible evadir el destino de la separación mediante el idilio suplicante de la vida conyugal, la cual ha sido caracterizada por una importante mujer del siglo xx como una especie de masturbación compartida. 

La fisura del diálogo, en cambio, es acontecimiento de la unidad-multiplicidad como unidad dual y dualidad unitaria en la instancia de la voz, la cual es también acontecimiento de la belleza cuando está templada en la tonalidad erótica de la búsqueda de la articulación del sentido a través de los ires y venires de la expresión articulada.

Juan Carlos Montoya                                                                                  

El Santuario, abril de 2022

NOTAS

[1] Habría que pensar en estas dos vías el diálogo Apología.

[2] ¿Cómo? Sea dicho escuetamente: en sus diferentes modos de ser.

[3] Aunque hay que considerar que un “sentimiento” como el amor puede ser propicio al diálogo. Pero este es de tal naturaleza desde una visión de la escisión propia de los amantes. En la segunda elegía de las Elegías del Duino, Rainer Maria Rilke piensa que los amantes, que prodigan su sentimiento de manera realmente activa (sin objetualizar, es decir sin un objeto de deseo que sea meramente amado y en el cual descanse y se agote todo el sentimiento), podrían “en el aire de la noche, hablar maravillosamente”, si “comprendieran” que los seres humanos son pasajeros y que entre ellos no pueden retenerse ni contenerse mutuamente (y que los ángeles apenas si percibirían un rastro de la fugacidad humana). Es curioso que al sentimiento amoroso Rilke le adjudique (afortunadamente para el lector) una comprensión del estado en que se encuentran los amantes, además de que “en el aire de la noche” a los amantes se les conceda un habla que tiene el carácter de la maravilla. La maravilla del habla no solo se da en los amantes por saberse hablando en el momento nocturno (el cual normalmente se relaciona con aquel momento en que los amantes experimentan su ‘fugaz’ corporalidad), sino en que hablen “en el aire de la noche”, es decir en la totalidad del cielo sobre ellos que les recubre junto con la tierra, y en que hablen en el desprendimiento del objeto amado y en la comprensión de la fugacidad humana, sin vanas promesas de una eterna contención de su ser. Pero para Rilke es tan difícil ser amante (dejando que el antiquísimo dolor del amor se haga más fecundo y yendo el amante más allá de sí mismo como la flecha arrojada) como “hablar maravillosamente”, sobre todo si este conlleva una comprensión no de las menesterosidades del amado, sino de la fugacidad humana. Por ello el poeta cuestiona a los amantes ante su sentimiento, ante sus promesas, ante su sensación. Este “hablar maravillosamente” ¿no es propiamente el diálogo de los amantes? Podría ser. Con ello Rilke comprende a los amantes como aquellos que podrían llevar a cabo un diálogo profundo, pero no porque evite el encuentro cuerpo a cuerpo de los amantes, sino más bien porque este pone la relación entre ellos a depender de la plena fugacidad de la “mutua satisfacción”, del “acrecentamiento” que, en “el éxtasis del otro”, tiene que parar, de la dominación de la prevalencia de uno entre los dos cuerpos; e incluso Rilke afirma la “caricia” que “contiene”, pero pone también en entredicho que más allá de la contención anunciada por esta, se encuentra la falta de sostenimiento de “aquella vez” pasajera de la primera vez, de “una vez”, porque los amantes no comprenden inmediatamente que ser esto, “una vez, por más que fuera solo una vez: / haber sido terrenal, no parece revocable”.